jueves, 10 de junio de 2010

Una tarde en el Macacaná



El fútbol es el opio de Brasil y el máximo escenario donde se trafica esta droga es un emblema de Río de Janeiro en el que semana a semana miles de adictos al balompié se congregan para maldecir, alucinar, celebrar y soñar despiertos. Es un gigante de 32 metros de altura y 317 metros de largo. Es un cíclope de ojo verde que yace en el norte de esta ciudad mestiza, urbana, playera y selvática a la vez. Es el campo de fútbol más famoso del mundo, es el estadio Maracaná.

Los cariocas lo llaman “el Maraca”, un verdadero teatro popular de felicidad y frustración. En el año de su estreno, en 1950, Brasil perdió ahí frente a Uruguay la final de la Copa del Mundo. Cuentan que aquella noche el país entero durmió llorando. Fue en esa grama donde el máximo ídolo brasileño del deporte, Pelé, marcó de penal su gol número mil, que desató una fiesta de tamaño continental. Allí el papa de Polonia celebró misa para una multitud carnavalesca y Frank Sinatra puso en trance a 170 mil personas cuando cantó “New York, New York”.

Es una tarde gris de domingo y camino por el barrio de Leblón, en la frenética avenida Bartolomeo Mitre. Levanto la mano izquierda y la agito en el aire, un carro amarillo con una franja azul se detiene.
-“¿Cuánto nos cobra hasta el Maraca?”, mi amigo le pregunta al chofer.
-“Lo que marque el taxímetro. Pero son como veinticinco reales”, nos dice el taxista.

Subimos al carro y comenzamos la travesía. Río de Janeiro es una ciudad partida. Aquí el millonario vive al lado del pobre, el whisky es vecino de la cachaça y en la playa todos se mezclan. Con la piel al sol nadie sabe quién es embajador ni quién es oficinista.
Son las 5:25 de la tarde. El juego es a las 7 de la noche.

“Va a llover”, me dice Bruno, mirando a través de la ventana, a lo lejos, al cerro de Corcovado donde el Cristo Redentor es abrazado por varias nubes negras. Estamos en la zona sur de la ciudad, la tarjeta postal de Río de Janeiro, donde nació la Bossa Nova y el poeta Vinícius de Moraes escribió los versos de la “Chica de Ipanema”. Pasamos por la espectacular Laguna Rodrigo de Freitas, bordeada de edificios lujosos, montañas erizadas de roca maciza y una calzada chic donde muchos cariocas hacen ejercicio luciendo sus ipods y su ropa deportiva de marca, corriendo en medio de puestecitos ambulantes que venden agua de coco.





De pronto el taxi se desvía y nos traga una noche súbita, es el túnel Rebouças, el límite no oficial entre la zona sur y la zona norte, la parte rica y la parte pobre de la ciudad. Nuestro taxi rueda hacia el norte. Al salir del túnel nos recibe un paisaje de edificios fatigados y una gran riqueza de favelas. De repente me acuerdo de una canción de carnaval: “Cidade maravilhosa, cheia de encantos mil…”.


Hemos pasado por los barrios de Rio Comprido y Estacio, muy cerca está la Quinta da Boa Vista, São Cristovão y el Museo Nacional de Historia Natural. El taxi sigue y desemboca en el barrio de Tijuca.
-“¿Cuál va a ser el marcador, flamenguista?”, pregunto.
Bruno me contesta: “Hoy gana el Fla dos a cero, con un gol del Emperador”.

El partido es un clásico, Flamengo vs. Vasco da Gama. Es el choque de las dos mayores aficiones, “torcidas” en portugués, de Río de Janeiro. Y no sólo eso. El Flamengo es el equipo más popular de todo Brasil. Sus fanáticos lo llaman el “Mengo” o el “Mengão”. Sus colores son el rojo y el negro y su mascota es un “urubú”, es decir, un buitre. El Mengo tiene seguidores, o “torcedores”, por todo el país y en todas las clases sociales. Es el equipo más amado y el más odiado también. Los antiflamenguistas se burlan al decir que la afición del Flamengo incluye a todos ladrones y los delincuentes del país. Para mofarse aún más, dicen que cuando en la televisión pasan un partido del Flamengo repentinamente en todo Brasil disminuyen los crímenes… los asaltantes y los bandidos hacen una tregua para tomar cerveza y apoyar al equipo rojinegro.

-“¡Llegamos! Están servidos”, nos dice el taxista, quien con una sonrisa mira la camiseta de mi amigo y nos dice: “¡Yo soy fluminense!”.
Son las 6:05 pm. Salimos del carro y vemos un disco gigante de paredes blancas y bordes azules. Es el Maracaná. Su nombre oficial es “Estadio Mario Filho”. Pero nadie le dice así, nadie se acuerda que Mario Filho fue un famoso periodista. Al estadio todos le dicen simple y cariñosamente “el Maraca”. Allí celebraron sus goles leyendas como Garrincha, Pelé, Zico, Rivelino y Romario.





Caminamos en medio de un tumulto multicolor y bajo la mirada de un ejército de policías, quienes patrullan a pie y a caballo. Al fondo del coloso de cemento hay un paisaje de casitas multicolores, es un tapiz urbano que cubre las montañas, se ven las ventanitas y las puertas, las paredes de ladrillos naranja unas encima de las otras, sin mayor espacio entre ellas, es un arcoiris de pobreza.

Me acerco a un policía y le pregunto: “Por favor, ¿cómo se llama esa favela?”.
-“Es la Mangueira”, me contesta. “La Mangueira”, repito en eco.

La Mangueira es uno de los barrios más famosos de Brasil, un ícono de la pobreza y la cultura, de la exclusión y el carnaval, de los malandros y el trabajo. Allí se mezclaron como en pocos lugares la fé católica y el candomblé. Allí en el siglo XIX habían plantaciones de mangos, de ahí su nombre, y desde sus comienzos fue poblada por negros, hijos y nietos de esclavos. Allí, en la Mangueira, vivió Cartola, un negro semi analfabeto, considerado el máximo genio y poeta de la samba. Hasta hoy sus canciones son cantadas y bailadas por el pueblo y los expertos califican aquellas sambas como verdaderas obras de arte de la música y la poesía. “Preste atenção, querida, o mundo é um moinho. Vai triturar teus sonhos, tão mesquinho…”, dice la canción más famosa de Cartola. (“Presta atención, querida, el mundo es un molino. Va a triturar tus sueños, tan mezquino…”). En portugués, Cartola quiere decir “sombrero de copa”, es el nombre que le etiquetaron a aquel poeta semi analfabeto, un apodo que se ganó de joven cuando trabajaba como obrero de construcción pues para proteger su cabeza del cemento que caía de los andamios, usaba un sombrero del tipo chapéu-coco.




-“¡Va a comenzar la fiesta!”, me dice Bruno.
El paisaje de la favela se pierde, subimos una rampa que nos sumerje al interior del gigante por donde vamos percibiendo un murmullo que adentro va creciendo y se convierte de pronto en un coro de cientos de gargantas. Estamos adentro, en el vientre del Maracaná. “Dale dale dale oooo… dale dale dale oooo… dale dale dale oooo… Mengão do meu coração!”, gritan los flamenguistas. Y los vascaínos contestan: “Vasco, meu velho amigo, nesta campanha estarei sempre contigo!”.

Son las 6:15 pm. Escuchamos un trueno. Comienza a caer una llovizna y el flash de un relámpago ilumina una cortina de miles de gotas. Los flamenguistas y los vascaínos dejan de cantar sus himnos. De repente un viento de torbellino empuja la lluvia por las graderías en todas direcciones. Las mujeres gritan, los hombres maldicen y los niños corren para quedar bajo techo. A mi lado, un joven moreno, dice empapado bajo el aguacero: “¡Parece que va a llover!”. Y varios de sus amigos sueltan una carcajada.

El Maracaná es un teatro que construye sueños o los deja en ruinas. “El paisaje de una construcción y de unas ruinas es muy parecido”, me dijo un profesor brasileño de literatura. Una leyenda cuenta que en 1950, cuando se realizó en Brasil la Copa del Mundo, las autoridades brasileñas inauguraron el estadio Maracaná prometiendo que pintarían al coloso con los colores del equipo que ganara el mundial de aquel año. Todos esperaban que Brasil, el país sede y el máximo favorito, ganaría aquella Copa del Mundo. Era casi un hecho: el estadio sería pintado de blanco, el color del uniforme que en aquel entonces usaba la selección de Brasil. Pero sucedió lo inesperado. Uruguay ganó 2 a 1. Uruguay, campeón del mundo… En la historia del fútbol esa tragedia brasileña es conocida como “el Maracanazo”. El equipo de Brasil nunca más volvió a usar una camiseta blanca y, desde entonces, las sillas del primer nivel del Maracaná son del color de Uruguay, celestes.






“Alô agua, alô coca-cola” (Aquí agua, aquí coca-cola), pasa pregonando un vendedor de refrescos. Los vendedores ofrecen agua, gaseosas, maní y unas rosquillas de pan conocidas como “biscoito de polvilho”. En las graderías superiores, conocidas como “arquibancadas”, las hinchadas agitan banderas, saltan, cantan y queman fuegos artificiales. 6:50 pm. Sigue lloviendo, cae un diluvio. Los equipos saltan a la cancha. El estadio está vivo, late, grita y silba.

-“¡Equipillo!” (timinho!), le grita un flamenguista al equipo vascaíno.
Son las 7 en punto. Comienza el partido. En el Vasco las estrellas son Dodó y Carlos Alberto. En el Flamengo hay dos artilleros famosos, el “emperador” Adriano y Vágner Love. Esa dupla de delanteros es conocida como “el imperio del amor”. Comienzan los gritos y los insultos contra jugadores vascaínos y flamenguistas. “Porra!”, “caralho!”, “a puta que o pariú!”… (“semen”, “pene”, “la puta que lo parió”).

La palabra Maracaná es una metáfora, quien la pronuncia sabe que está hablando de fútbol. Pero en realidad es una metonimia olvidada, “maracanã” es el nombre de un tipo de papagayo y antiguamente en las tierras donde hoy está el estadio abundaban los papagayos “maracanã”.

“Senta aí!” (¡siéntense!), gritan los aficionados de las filas traseras, cuando los de las filas delanteras se ponen de pie para ver mejor. “Senta aí!”, se repiten los gritos de atrás. “Senta aí!”.

Está jugando mejor el Vasco, el equipo de la cruz de Malta. A mi izquierda hay un hombre barbudo, solitario, e pelo veteado, de barriga rotunda. “¡Le está lloviendo al Flamengo!”, dice entre dientes. Tiene una marca de vacuna en su brazo derecho, viste anteojos de pasta negra. Parece un buda. Viste un sombrero y una camiseta del Vasco da Gama. No se mueve, parece muerto, pero sus ojos no paran de moverse… “¡Penalti!”.

Penalti a favor del Vasco. El buda vascaíno de mi izquierda se come las uñas. A mi derecha Bruno, mi amigo flamenguista, me dice: “Bruno lo va a parar”. El árbitro coloca el balón en el punto de los once pasos. Dodó, el delantero vascaíno, se alista para chutar. Sólo se escuchan las gotas de lluvia. El buda exhala un pequeño gemido. “Eeehhhh!”, estallan en alegría los flamenguistas. Bruno paró el penal.

“Viu, viu?” (¿Viste, viste?), me dice Bruno extasiado, salta con el puño en alto y le da un beso al escudo de su camisa rojinegra. Y yo, que soy del Botafogo, viendo a los flamenguistas tan contentos, me digo para mis adentros: “Estos flamenguistas tienen una suerte…”. Minutos después el Vasco tendría otro penal y de nuevo Dodó lo patearía y lo fallaría.

Bruno es mi amigo flamenguista. Es un ingeniero de Minas Gerais. Y cumple al máximo el estereotipo de la gente de su tierra, los mineiros: callado, discreto y serio, pero al mismo tiempo astuto y alegre. Es metódico, bisnieto de italianos y buen bebedor de cachaça. “Me hice flamenguista después de ver jugar a Zico”, me confesó un día. “Zico, el gallito de Quintino, ¡era un show!”. A sus 32 años, André usa gafas de miope, es fanático de la música y la calvicie comienza a arañarle los pensamientos. En casa creció bajo los azotes de un padre alcohólico. A los 21 años se cansó de los golpes de la vida, tomó una mochila y se presentó delante de sus padres. “Me voy”, les dijo. Y se fue para Bahía, la región brasileña de herencia africana. Sin dinero logró llegar de aventón hasta el sertón de Brasil, en el paisaje desértico del noreste del país, donde vivió año y medio alfabetizando a niños y adultos campesinos.

“Gooooollll!”, gritan miles de flamenguistas en el Maracaná. Adriano. El emperador Adriano acaba de marcar un gol. De nuevo estallan los fuegos artificiales. Marcador final: Flamengo 1, Vasco da Gama 0. El Maracaná comienza a vaciarse, pero de nuevo repetirá el rito en pocos días. En el 2014 será un epicentro mundial de emociones cuando se juegue la final de la Copa del Mundo del 2016 y cuando sea la sede principal de las Olimpíadas del 2016. Aquella noche ganó el Flamengo y la mitad de Brasil durmió con la felicidad dibujada en los labios. FIN.

martes, 15 de diciembre de 2009

Un whisky con Silviano Santiago / Um uísque com Silviano Santiago / A whisky with Silviano Santiago


En Río de Janeiro el tiempo no corre, baila. Las horas, los minutos y los segundos bailan a su propio ritmo. Tal vez por eso el peor amigo de los cariocas es el reloj exacto. En la “ciudad maravillosa” es muy común que las personas, con puntualidad suiza, sean impuntuales. Es un jueves de diciembre. La Praça General Osório es un hormiguero. Estoy buscando la calle Antônio Parreiras. “Es por allí”, me dice un policía, “en el límite entre Ipanema y Copacabana”.
La tarde está pálida. En la plaza hay hombres con cascos, taladros y cinceles: están terminando una nueva estación del metro. Paso por una lanchonete, donde hombres y mujeres, de piel morena, blanca y negra toman cafezinhos, jugos y cervezas, comen coxinhas, pasteles y joelhos. En la radio se escucha una canción de Zeca Pagodinho: “Sem você minha felicidade, morreria de tanto penar, verdade”…
Tengo una cita con Silviano Santiago, uno de los escritores y críticos literarios más famosos de Brasil. “Número 138”, después de varias cuadras encuentro el edificio y miro la hora. Estoy diez minutos tarde: pero en Río de Janeiro es estar casi a tiempo. “Vine a buscar al señor Santiago”, le digo al portero. Me pide mi nombre, toma un auricular y pronuncia, vacilando, mis cinco letras. “Tercer piso”, me dice. Camino hacia el elevador y de repente me asusto, siento un escalofrío porque veo una silueta extrañamente conocida, es un hombre idéntico a mí… Casi de inmediato me doy cuenta de que es un espejo. Dice Freud que cuando nos vemos de súbito a nosotros mismos nos asustamos. Deberíamos vernos más a menudo. Es una sensación que Freud llama “the uncanny” (traducida oficialmente al español como “lo siniestro”).
“¡Buenas tardes!”, me saluda Silviano Santiago, “¿fue fácil llegar?”. Entro a su apartamento y me sorprendo porque el lugar es más reducido de lo que esperaba. Vive aquí desde 1974, es un rectángulo con un pequeño comedor, dos puertas, que supongo son la cocina y el dormitorio, y al fondo, una sala con tres sillones. Las paredes blancas están tapizadas con cuadros de arte, fotos y premios… una pintura de Falhstrom, una de Masson y varias estatuillas Jabuti. Desde afuera se oye el ladrido de un perro y una palabra se me viene a la mente: “Spiff”. Silviano Santiago tiene 73 años pero me percato que aparenta muchos menos. Es calvo, robusto, tiene un bigote blanco con un centro negro y un par de anteojos que le dan a su cara un tono amable. Ha escrito ficción, ensayos y crítica literaria. Se mantiene activo y creativo.




Nos sentamos. “¿Un whisky?”. Le contesto que sí, que muchas gracias. Alcanza dos vasos, una hielera y una botella. Y me acuerdo de aquella frase de Vinícius de Moraes: el whisky es el mejor amigo del hombre, es el perro embotellado.
Hablamos de ficción y de no ficción. Silviano Santiago me cuenta que admira a Orson Welles y a John Barth, le gusta el concepto de lo “fake” (lo falso). “Gosto muito disso”. Entonces inevitablemente conversamos de una de sus obras: “Em Liberdade”. Es un libro autobiográfico en primera persona, es un diario donde el escritor brasileño Graciliano Ramos habla de su vida después de estar en la prisión de la dictadura. Pero todo es ficticio, el diario es una mentira, Graciliano Ramos nunca lo escribió, es una invención literaria de Silviano Santiago. “Trato de aprovecharme de las modas sin escribir en el estilo de moda”.
Entonces le pregunto sobre los autores que más han influido en su vida. “Yo soy muy infiel”, me responde, “la infidelidad es buenísima”. Mueve el vaso y se oye el choque de los hielos, toma un trago. “Ya me gustó mucho Hemingway y después me dejó de gustar. Ya me gustó mucho Drummond y también me dejó de gustar”. Hace una pausa: “me gustan muchos autores y en el fondo no me gusta ninguno”. Para Silviano Santiago la ficción es arte, la no ficción es información, mero periodismo. Y me apalabra un concepto conocido: “la literatura es el arte cargado de significado y cuanto más significado… mejor literatura”. La conversación transcurre y me habla de su familia y de su infancia en Minas Gerais.
En mi vaso los hielos están casi derretidos y ya no hay licor. “¿Otro whisky?”, me dice. Mientras me sirvo un segundo trago me hace una confesión: “El mayor trauma de mi vida fue perder a mi madre, cuando yo tenía año y medio”. De padre dentista, de clase media alta, Santiago pasó mucho tiempo de su niñez con las criadas negras que lo cuidaban. Eso, dice, le abrió los ojos a los excluídos, a la desigualdad, a la pobreza de Brasil. Santiago vivió sus primeros años en un pueblo llamado Formiga, luego saltó a Belo Horizonte y más tarde a Río de Janeiro. Hizo su doctorado en la Sorbona de París y enseñó literatura francesa y brasileña en numerosas universidades de Estados Unidos.



“Escribo porque es lo que sé hacer, es mi oficio”, me dice encogiendo los hombros, “no sé hacer otra cosa”. Me cuenta que cerca de donde estamos tiene un segundo apartamento, que usa como su estudio de trabajo, es un apartamento repleto de libros. Esa palabra la enfatiza: libros. Tomo otro trago de whisky... Y se me viene a la mente una de mis primeras memorias de mi infancia, un recuerdo remoto y borroso de una navidad de cuando yo tenía cuatro o cinco años. Me acuerdo que yo esperaba, como cualquier niño, emocionado y nervioso, muchos regalos. Mi padre me despertó aquel 25 de diciembre y me dio un carrito rojo de juguete. Luego me tomó de la mano, me sacó de la cama y me llevó a la mesa de la sala, donde me dijo: “aquí está tu verdadero regalo”. Yo me quedé mudo y no entendí. En la mesa había una enciclopedia, dos diccionarios y más de treinta novelas, libros de cuentos y poemarios. Una cordillera de papel. Era el regalo de navidad de mi padre. De joven él había trabajado, llenándose el cuerpo de aceite y los pulmones de plomo, en una estación de gasolina, de viejo murió conduciendo un taxi. Nunca pudo ir a la universidad a estudiar historia y geografía pero su sueño era que sus hijos leyeran lo que él nunca pudo leer. Aquel regalo a mis cuatro o cinco años no lo entendí ese día pero me marcó.


“Vivimos una época de transición”, me despierta Silviano de mis recuerdos. “No sabemos hacia dónde nos lleva el mercado”. Antes la fama literaria era póstuma, por ejemplo, Clarice Lispector sólo alcanzó un gran reconocimiento hasta después de su muerte, me dice. “Ahora lo que se busca es la fama inmediata”. Y prosigue: “los medios de comunicación crean celebridades, gente famosa que no merece ser famosa”. Entonces le respondo: “vivimos en la sociedad del espectáculo de Guy Debord”. Silviano concuerda y me revela que está escribiendo un nuevo libro de cuentos que titulará “Anónimos”. Se trata de diez relatos donde los protagonistas son personas sencillas, esas a las que nadie presta atención. “Creo que las celebridades deberían ser anónimas y muchos anónimos merecerían ser famosos”. Son narraciones sobre personas que valen mucho pero viven en el silencio social: por ejemplo, un cartero, una empleada doméstica o un garzón de un restaurante.
Seguimos la conversación y el tema gira hacia los cariocas, hacia su manera de ser... Río de Janeiro parece una ciudad muy abierta y lo es en muchos aspectos, pero es una apertura superficial, en realidad es una sociedad muy cerrada, me dice. Y recuerdo que eso me lo habían dicho antes: “Lê”. Y Silviano Santiago prosigue: “Cuando un carioca te dice… ‘pasa por mi casa’, eso no significa nada… no te está invitando a su casa, es sólo una frase”. Creo que es una cuestión de dinero… la clase media de Brasil tradicionalmente ha vivido muy mal, sólo ahora es que está mejorando, agrega. “Aquí las mesas en el siglo XIX tenían una gaveta… cuando llegaba un visitante en medio del almuerzo o la cena, las familias guardaban rápidamente la comida en la gaveta y cuando la persona se iba sacaban sus platos y seguían comiendo”.
Casi he terminado mi whisky. Y le pregunto sobre el un balance de su obra y si ha recibido el reconocimiento que esperaba. “Me siento satisfecho porque he sido muy premiado”, me comenta, “pero aún hoy tengo que trabajar mucho, escribir mucho, no es fácil, me gustaría tener un apartamento mucho más grande para recibir a mis amigos. Pero no me quejo, la vida me ha premiado”.
Al final, nos despedimos con un abrazo. En la playa de Ipanema las olas chocan fuerte contra la arena. Bajo a la plaza y me devora la multitud.

viernes, 4 de diciembre de 2009

El tranvía de Santa Teresa / O bonde de Santa Teresa / Santa Teresa Tram



El centro de Río de Janeiro a la una de la tarde es un panal de abejas. Es la hora del almuerzo. Miles de voces inundan la Avenida Rio Branco, la Rua Uruguaiana y la Praça XV. Es un día de cielo celeste y de sol absoluto. “Por favor, ¿el bonde para Santa Teresa?”, le pregunto a un vendedor de periódicos. “Siga directo por esa calle”, me contesta mientras vende un diario O Globo. Las voces se mezclan y se confunden, son blancas, negras, asiáticas, pero sobre todo, mestizas: “Tudo bem?”, “Calor de inferno!”, “Uma cerveja?”. Huele a comida, a arroz, a frijoles, a carne, también huele a sudor. El río gente me traga y me dejo llevar por la corriente que fluye por la calle Senador Dantas. Al final veo la estación del tranvía. “¡Por fin!”. Y entonces, trabajosamente, salgo de la marea de brazos y subo las escaleras.
Estoy en uno de los lugares que siempre he querido visitar: el tranvía de Santa Teresa.
En portugués, tranvía se dice “bonde” (se pronuncia “bonyi”). El bonde de Santa Teresa es el único tranvía activo que sigue operando en una ciudad grande de Brasil y en toda Sudamérica. El “bondinho”, como lo llaman los cariocas, comenzó a funcionar con electricidad en 1896 y hasta hoy es una de las grandes atracciones de Brasil. Viaja desde el centro de Río hasta las alturas de un cerro (morro), muy cerca del Cristo Redentor. Dicen que el célebre poeta Manuel Bandeira solía viajar en el bonde, vestido formalmente con terno y corbata. Y me lo imagino, tuberculoso y octogenario, diciéndose a sí mismo: “Vou-me embora pra Pasárgada”.
“¿Cuánto cuesta el pasaje?”, pregunto en la fila. “60 centavos de real” (es decir, 35 centavos de dólar).
Se oye un estruendo en los rieles: llegó el bonde. Operan dos bondes al mismo tiempo, uno sube y el otro baja. El bonge es amarillo y sólo tiene un vagón anciano. No tiene puertas. Adentro está amueblado con el lujo de ocho pobres bancas de madera, crujientes y cansadas.




“¿No tiene miedo a las alturas?”, me pregunta una joven a mi lado. “Espero que no”, le digo. Es una joven brasileña, del norte, me dice, de Pará. Es una estudiante de farmacia. Me cuenta que va a Santa Teresa a estudiar con una amiga porque mañana tiene un examen.
El bonde está atestado de locales y de turistas. Hay personas sentadas, de pie y también hay otros que se arriesgan y están colgados en los estribos. “¿No es peligroso?”, le pregunto a la farmacéutica en potencia. Y ella me contesta moviendo la cabeza, con duda.
En el vagón hay una babelia de nacionalidades. “Andiamo, andiamo!”, gritan unos italianos de Sicilia sentados al fondo. “C´est super!”, dice un francés a mi lado. “Vambora!”, dice un brasileño con impaciencia. Y atrás de mí escucho un seseo en español: “¡Qué tal, voy a tomar unas fotos!”, inconfundible, es una voz colombiana.
El tren arranca y da pequeños saltos, como si tuviera hipo. Sube por un paisaje verde y vemos un cono gris: la catedral de Río. Luego el tranvía pasa sobre un antiguo acueducto, los famosos Arcos de Lapa, y sentimos vértigo, abajo está el barrio bohemio de la ciudad, donde noche a noche se beben mares de cerveza y de cachaça. Vemos la calle Mem de Sá y a lo lejos el bar “Carioca da Gema”, el epicentro de las noches de samba frenética. Y escucho una voz que dice: “¿Por qué usted es tan chiquitilla?” Y otra le responde: “No soy”… Entonces pienso en São Paulo y en un apartamento de Cambridge: 393 Broadway.




Santa Teresa es un barrio emblemático de Río de Janeiro. Allí viven muchos artistas e intelectuales. El bonde sube jadeando por una calle estrecha de adoquines (cobblestones), la arquitectura es colonial, hay muros tapizados de hiedra y, de repente, una balaustrada con el fondo espectacular de la Bahía de Guanabara. Muchas de las casas de Santa Teresa fueron construídas en el siglo XVIII y parece que aquí el tiempo quedó petrificado.
Comienzo a hablar con el conductor del bonde, el maquinista. “Motorneiro”, me dice. Maquinista en portugués se dice “motorneiro”. Se llama Nelson Correia, tiene 57 años y 13 años conduciendo el tranvía más famoso de Brasil. El motorneiro es un hombre robusto, simpático y su cabeza está poblada por la calvicie. Por conducir el bonde durante siete horas diarias gana 550 reales al mes (315 dólares). “Este es un trabajo muy peligroso”, me cuenta. Porque es un vagón abierto y las personas se pueden caer. “Hay que tener mucho cuidado con los niños”, me dice. A pesar de que todos los días fatiga kilómetros de distancia y conoce a personas de todos los continentes, Nelson nunca en su vida ha salido de Río de Janeiro. “Mi mundo es Río, no conozco otro lugar”. Por eso quiere salir de esa frontera y me confiesa su meta: “Cuando me jubile quiero conocer todos los estados de Brasil”. Hace una pausa y agrega: “Y quién sabe… tal vez Europa”. Luego hablamos de gustos y de disgustos. Me dice que lo que más detesta es la gente “preconceituosa”, es decir, las personas que juzgan a los otros, que discriminan y que se dejan llevar por estereotipos. Casi hemos llegado. Entonces le pregunto a Nelson si podría sonar la campana del tranvía. Me sonríe poderosamente. Extiende la mano derecha, hala un cordel azul y, en ese momento, se oye la música del bonde.


viernes, 27 de noviembre de 2009

El diplomático de la favela / O diplomata da favela



Luiz Ricardo Duarte es un brasileño joven, moreno y delgadísimo de 23 años, cuya vida cotidiana oscila en un péndulo de contrastes: de día estudia en la universidad privada más elitista de Río de Janeiro y de noche habita en uno de los lugares más pobres del mundo, una favela.
“¡Favela!”, me dice Luiz Ricardo, mientras a lo lejos vemos un paisaje de casitas multicolores, “nunca pensé que iba a vivir en una favela”. Es un día de noviembre, de sol unánime, el termómetro de Río de Janeiro está en llamas. La humedad es insoportable y hace que los cuerpos lloren de calor.
Luiz Ricardo estudia relaciones internacionales. Su sueño es ser diplomático. Estudia con una beca (bolsa-fellowship) en la Pontificia Universidad Católica, conocida simplemente como la PUC, la facultad más rica de la ciudad. Sus padres son obreros, ambos trabajaron toda su vida en una fábrica, su madre era operaria en un taller de explosivos.
“Hay muchos estereotipos contra las favelas”, me dice, “cuando uno pronuncia la palabra favela las personas sólo piensan en violencia y tráfico de drogas”. Estamos caminando por Gavea, uno de los barrios más exclusivos de Río de Janeiro y vamos por una calle que se eleva y al final desemboca en la favela de Luiz Ricardo. La favela se llama Parque de la Ciudad. El calor también se eleva y con cada paso tengo la impresión de estar subiendo a un cielo infernal, donde cuesta entender las palabras, donde las palabras se deshacen, se evaporan.
“No tengas miedo”, creo que me dice Luiz Ricardo. No tengo miedo. Llegamos a la entrada de su casa y entramos a un túnel oscurísimo con unas escaleras empinadas y estrechas, que me parecen infinitas. Me transporto en el tiempo y me imagino estar en la Nueva York del siglo XIX en aquel mítico barrio de Five Points donde inmigrantes irlandeses, italianos, alemanes, africanos y judíos del este de Europa vivían en condiciones infrahumanas en las favelas neoyorquinas de aquel entonces, los “tenements”. Al final de las escaleras se ve la luz del sol. Y a mano derecha hay una puerta blanca, el mini-apartamento de Luiz Ricardo. “En Brasil la desigualdad es gritante”, me cuenta, “aquí hay probreza… y allá…”, señalando unos edificios brillantes, “hay apartamentos con piscinas y todo tipo de lujos”. En el mini-apartamento las paredes, el piso y el techo es de un sólo color, blanco. Son sólo dos pequeñas habitaciones. En la primera hay un sillón, un fogón de gas y un baño. En la segunda hay dos colchones y una mesita con una computadora. En la pared, el poema "Canção do exílio", de Gonçalves Dias…
Luiz Ricardo tiene un compañero de cuarto, Lucas. Entre los dos pagan 400 reales por el alquiler (alrededor de 230 dólares). Todo está incluído: la luz, el gas y el agua. En muchas favelas todos esos servicios se consiguen clandestinamente.




“¿Quieres agua?”, me pregunta Luiz Ricardo. Le digo que sí con la cabeza. “No tenemos refrigeradora, el agua está caliente”. Bebo y el líquido me hierve en la garganta. Pienso en la palabra “saudade” (nostalgia, spleen, cabanga) y escucho una voz paulistana que me refresca y me deja congelada en la mente dos palabras gemelas: “Ticão, Ticão”…
“Aquí la gente es muy solidaria”, me dice Luiz Ricardo, “si alguien necesita leche, alguien ayuda, si alguien necesita arroz, algún vecino ayuda”. Por ahora, el Parque de la Ciudad es una favela tranquila y segura, los vecinos no han dejado que entren el crimen ni el tráfico de drogas. A ellos no les gusta la palabra “favela”, los vecinos prefieren llamar a su barrio “comunidad”.
“Y esto es una comunidad”, me dice Luiz Ricardo, “aquí todos nos conocemos y nos ayudamos”.
“¿Alguna vez has sentido que el mundo se te cae encima?”, le pregunto.
“Muchas veces, pero el mundo nunca te aplasta completamente”. Y esas palabras me aplastan.
Me transporto a Costa Rica y pienso en la reciente muerte de mi tío. A pesar de que nunca se casó ni tuvo hijos, mi tío tenía la personalidad de un viudo eterno. Amaba hablar y redondear sus frases con diminutivos. Él mismo, era redondo y diminuto. Se llamaba Agustín, como el santo filósofo, pero todos le decíamos “Tín”. Era soberbiamente humilde. De vez en cuando contaba picardías y todos lo queríamos. Hace unos días regresaba a su casa, en su bicicleta, después del trabajo, cuando un conductor borracho pasó a toda velocidad zigzagueando por la carretera y arrasó con su vida. Dicen que el golpe fue desaforado, dejó a mi tío irreconocible…
“E aí, Luiz, tudo bem?”. Son varios amigos de Luiz Ricardo que acaban de llegar: Rafael, Wendell y Wesley. Todos crecieron en una región pobrísima de Río de Janeiro, la Baixada Fluminense. Y, claro, todos son fanáticos del equipo de fútbol tricolor, el Fluminense.
“¿Van a bajar a segunda división?”, les pregunto.
“Esperamos que no”, me dice Wesley, y los otros asienten.
Rafael es cantante de soul y pone música en el computador. Le pregunto qué canción es. “Stormy Weather” de Etta James… “Life is bare, gloom and misery everywhere … Stormy weather, stormy weather”.




“¿Damos una vuelta?”, me pregunta Luiz Ricardo.
“Claro, vamos”, le contesto.
Caminamos por toda la favela, la gente sonríe, algunos están serios, muchos hombres están sin camisa. Y el calor sigue aumentando. Subimos por una callecita, luego bajamos y después volvemos a subir, el paisaje es fragmentario y desigual, huele a comida, huele a perfume, se oyen voces lejanas y en el aire húmedo flota una música que mis amigos dicen que se llama “forró”. A nuestro paso, los vecinos saludan a Luiz Ricardo. Se nota que quiere y que lo quieren.
Luiz Ricardo es un muchacho sencillo y a la vez profundo, le gusta ir a fiestas, le gusta tomar cerveza, la gusta comer salpicón, le gustan las chicas bonitas… “Me gusta creer en Dios”, agrega, “pero respeto muchísimo a los que no creen. Para mí es importante creer”. También le gusta leer de globalización y posmodernidad, su autor favorito es Zygmunt Bauman. Y le pregunto qué es lo que más lo irrita, lo que más le molesta.
“La corrupción”, me responde. Hace unos días Luiz Ricardo intentó sacar su licencia de conducir, que generalmente en Brasil toma tres meses. Un burócrata le ofreció conseguírsela en un mes si le pagaba 300 reales. “Eso es pésimo, yo quiero ayudar a combatir la corrupción, no sé como, pero voy encontrar un camino”.
A Luiz le gustaría ser diplomático. Llegamos en la cima de la favela. Luiz, Wesley, Wendel, Rafael y yo nos atrevemos al silencio. A lo lejos vemos el paisaje espectacular de la Laguna Rodrigo de Freitas.
“Si fueras diplomático a dónde te gustaría trabajar?”, le pregunto.
Y con su voz calmada me contesta: “En los países más pobres”.


jueves, 19 de noviembre de 2009

Conversación con una faxineira


Cintia Araujo es una mujer morena, de pelo negrísimo y dientes eucarísticos. Al igual que millones de brasileñas pobres, Cintia trabaja como faxineira, es decir, como empleada doméstica: limpiando, barriendo, lavando, planchando. La veo cada quince días cuando llega a arreglar el apartamento en donde vivo y me gusta conversar con ella. Cintia tiene 34 años pero dice que ha vivido más de un siglo. El trabajo de sol a sol, el cansancio superlativo y el calor de Brasil le han derretido los sueños.
“Ya no sueño nada para mí”, me dice, “sueño para mi hijo”.
Cintia vive en Belford Roxo, un barrio pobre de las afueras de Río de Janeiro, donde generalmente los camiones de basura depositan al aire libre desperdicios de las zonas ricas de la ciudad. Para llegar hasta mi barrio, Cintia tiene que tomar un bus Roncalli, llegar a la Central do Brasil y luego tomar el bus 110 hasta Leblón. En total demora dos horas y media para llegar. Y después, dos horas y media para regresar.
“¿Quiere un café?”, me pregunta. Estamos en la cocina.
“Por favor”, le contesto. Ella me lo sirve negro en una jícara blanca. El café está hirviendo y mientras me lo alcanza va dejando en el aire una estela de humo, como una pequeña locomotora.
“Nací en Bahía pero crecí en el mundo entero”, me dice. Para Cintia el mundo entero es el noreste de Brasil. Su madre la regaló a otras personas cuando era muy pequeña porque ya tenía muchos hijos para criar.
“¿Existe el perdón?”, le pregunto.
Hay una pausa atronadora… “sí”, me contesta, “perdoné a mi mamá y ahora nos llevamos muy bien”.





Cintia está casada, su esposo trabaja como mensajero haciendo entregas en una motocicleta, un trabajo muy peligroso en la violenta Río de Janeiro. Ella toma el cuchillo y parte el silencio de la cocina mientras corta un pedazo de queso minas. Por la ventana entra una brisa que refresca y el murmullo de una voz que me parece que dice: “chucu”… “chuculino”…
Lo más importante en la vida de Cintia es su hijo João Felipe, de 11 años. Desde muy pequeño, ella le habla de la importancia del estudio y su hijo le está respondiendo con buenas notas. “Casi todo lo que gano lo invierto en él, le pago clases de natación, lo he llevado a Petrópolis”, y de seguido agrega, “yo quiero que João Felipe crea en sí mismo, yo quiero que tenga sueños”.
Cintia me recuerda a mi propia madre. Cuando yo era pequeño en mi familia abundaba la pobreza. Me acuerdo que mi madre me enseñó a leer y a escribir. En las mañanas de sol ella me tomaba de la mano y salíamos a pasear por mi ciudad, Cartago. Yo era un niño callado y melancólico y en aquellos paseos me quedaba viendo las vitrinas de las tiendas. Yo veía mudo los juguetes que mi madre no me podía comprar. Al verme, ella me decía una frase que se me quedó grabada para siempre: “ver y desear”. Nunca se me olvidará esa frase. “Ver y desear”.
“¿Más café?”, me pregunta Cintia.
“Sí, claro”.
Por limpiar un apartamento entero, una faxineira como Cintia gana entre 70 y 100 reales (entre 40 y 58 dólares). Ella tiene más o menos 10 clientas en los barrios de Leblón, Copacabana y la Urca. Pero no es fácil, porque el trabajo no es constante, hay altos y hay bajos y hay que hacer malabares para sobrevivir. “Yo siento que la esclavitud todavía existe”, me dice, “somos esclavos del trabajo”.
En nuestras conversaciones, Cintia y yo hablamos de alegrías, de tristezas, de problemas, del futuro, en fin, de la vida. Ella me dice que João Felipe adora los animales y algún día quiere ser veterinario. Entonces me pregunta: “¿Piensas que lo pueda lograr?”. En ese momento recuerdo una frase que alguna vez le oí al escritor mexicano Carlos Monsiváis: “el estudio es un pasaporte de ascenso social”. Y entonces le contesto a Cintia que si su hijo sigue estudiando con certeza lo logrará.
Después soy yo quien hace una pregunta…
“Cintia, ¿Se puede recuperar la confianza de alguien?” (the trust)
“Sí, claro”, me contestó.
“¿Cómo?”.
Ella me miró con sus ojos, negramente transparentes, y pronunció tan sólo dos palabras: “con sinceridad”. Terminamos el último sorbo de café y Cintia comenzó a limpiar el desorden de la cocina.





lunes, 16 de noviembre de 2009

El apagón / The Blackout / O apagão


En un día inesperado, Río de Janeiro, una de las ciudades más visuales y sensoriales del mundo, quedó totalmente a ciegas.
“¡Se fue la luz!”, dijo Aidan.
Cinthya se levantó del sofá, caminó a tientas hasta la ventana y nos informó: “En la favela sí hay luz”.
Martes 10 de noviembre. El reloj marcaba las 10:13 de la noche. Yo estaba en Botafogo, un antiguo barrio aristocrático carioca del siglo XIX, que cayó al escalón de la clase media y hoy está erizado de palacetes olvidados, jardines de oasis y paredes leprosas al frente de una bahía y un cerro de piedra espectacular, conocido mundialmente en las guías turísticas y en las tarjetas postales como el Pan de Azúcar.
Acabábamos de cenar. La temperatura estaba por encima de los 35 grados centígrados y había una humedad infernal.
Una cortina de oscuridad estaba cubriendo a Río de Janeiro, Sao Paulo, Brasilia, Belo Horizonte y otras ciudades. Más de 60 millones de brasileños, tan apegados a la luz, a los colores, a la música, a las sensaciones visuales, estaban, de repente, irremediablemente ciegos.
“¿Esto es común?”, les pregunté.
“Es la primera vez que pasa desde que estoy en Río”, me dijo Aidan, mi amiga pelirroja y vegetariana, una muchacha tan bondadosa y humilde, que nadie pensaría que ella es la bisnieta de Bertrand Russell.
“Ya no hay luz en la favela”, agregó Cinthya desde la ventana. Estábamos en tinieblas, la única luz que teníamos parpadeaba débilmente en las pantallas de dos laptops. El ventilador del techo no rodaba, el aire acondicionado, muerto.
A lo largo de Río de Janeiro miles de personas habían quedado atrapadas en elevadores o habían decidido recluirse en sus casas. El metro paró de súbito y racimos de gente se abalanzaba por las líneas del tren para poder salir a la superficie. Algunos usaban velas, otros abrían sus celulares para poder ver algo con las diminutas luces de las pantallas. En la estación de buses, la Rodoviaria, miles de viajeros tendían sus mochilas para pasar ahí la noche.




“Esto está horrible, peligrosísimo”, me dijo un taxista de pelo blanco cuando abordé su carro para volver a casa. El taxi serpenteaba lentamente penetrando calles negrísimas y selváticas, pasando por canales y callejuelas de Humaitá y el Jardín Botánico. En la radio, el taxista y yo escuchábamos a un narrador de voz alarmada que hablaba de algunos saqueos, asaltos y violencia desperdigada por todo el país.
“¿Cuánto es?”, le pregunté.
“Quince reales”. Le pagué al taxista y comencé a caminar por la Calle Días Ferreira, una de las vías más exclusivas de Río de Janeiro, frecuentada por artistas de telenovela. Muchos de los restaurantes tenían velitas en sus mesas y seguían sirviendo cerveza y vino. En eso, escuché la voz apocalíptica de un hombre humilde: “El apagón no es sólo en Río de Janeiro… ¡es en el mundo entero!”. Algunos de sus amigos rieron a carcajadas.
Por fin llegué a mi casa. Adentro había un silencio multiplicado. El calor era insoportable y me vi ante un dilema: si dejaba la ventana cerrada me asfixiaba, si abría la ventana me comían los mosquitos… al final decidí por abrir la ventana.
Le di un vistazo al paisaje negro y se me vinieron a la mente dos palabras: “psiu” y “chiquitilla”. El apagón, el calor y la oscuridad me trajeron como flashback lo bien que dormía en mi cama de Cambridge, en una cama que yo llamaba “meu cantinho”.
El apagón me recordó una pieza musical, la famosa sonata 4’33’’ de John Cage. En esa sonata el pianista se sienta frente al teclado y queda en silencio durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. Absolutamente en silencio. El pianista no toca ni una sola tecla. En su momento fue un escándalo, pero lo que John Cage quería decir con su sonata muda es que la música no está en el escenario, está en nosotros mismos, en nuestros latidos, en nuestra respiración, en nuestro parpadear. A veces necesitamos de apagones en nuestras vidas para aprender a escuchar al silencio, para aprender a escucharnos a nosotros mismos y saber lo que queremos en la vida. La luz en Río de Janeiro volvió a las dos de la mañana.


martes, 10 de noviembre de 2009

Llegar a casa (homecoming)




Vivir en Brasil me ha llevado a pensar sobre mis raíces. ¿Quién soy? ¿De dónde soy?... Nací en Costa Rica pero por varios guiños del destino he vivido en Madrid, en Nueva York, en Boston y ahora en Río de Janeiro. ¿Dónde está mi casa? ¿Dónde está mi hogar? ¿Tenemos necesariamente un único hogar? Tal vez nuestra casa, nuestro hogar, no sea un sólo sitio. Tal vez podamos tener varios hogares… Creo que el hogar está allí donde están las personas que queremos y donde nos sentimos queridos. Por eso siento que tengo varios hogares: los hogares de mi familia y de mis amigos.
Y entonces, ¿cuál es mi nacionalidad? Inmigrante. Incluso cuando vuelvo a Costa Rica ya no soy el mismo que era, ahora soy una especie de inmigrante en mi propio país. No quiere decir que toda mi vida quiera ser un nómada… al contrario, quiero establecerme, tener una familia, un perrito, escribir y enseñar.
Si tuviera que hacer una lista de mis hogares, definitivamente en lo más alto habría dos en especial: mi ciudad natal, Cartago, al pie del volcán Irazú; y también un pedacito de Washington DC. Nunca he querido tanto y nunca me he sentido tan querido como en esos dos hogares…






Los botiquines

Si usted está en Río de Janeiro y quiere probar una cerveza bien fría, beberse una buena caipirinha o comer tapas brasileñas definitivamente tiene que ir a un “botiquín”. Botiquín es la palabra que usan los cariocas para llamar a los bares más tradicionales y populares de la ciudad. Hay dos tipos de botiquines: los “botiquines de pie sucio”, que son los más baratos y populares, y los “botiquines de pie limpio”, que son los más elegantes y chic.
-“Buenas tardes”, me dijo el mesero de un botiquín, “¿le traigo un choppe?”. Choppe es el nombre de una cerveza bien fría que sirven en un vaso alargado.
“Con certeza”, le contesté.




Ilha Grande

Este fin de semana estuve en Ilha Grande (Isla Grande), que queda a unas tres horas y media de Río de Janeiro. Es todo un paraíso con playas espectaculares y un mar cristalino. Para llegar hasta Ilha Grande hay que tomar un bus hasta Mangaratiba y luego un ferry.




Lenine

Lenine es uno de los mejores cantantes de Brasil. Esta canción es excelente y se llama Jack Soul Brasileiro.