martes, 15 de diciembre de 2009

Un whisky con Silviano Santiago / Um uísque com Silviano Santiago / A whisky with Silviano Santiago


En Río de Janeiro el tiempo no corre, baila. Las horas, los minutos y los segundos bailan a su propio ritmo. Tal vez por eso el peor amigo de los cariocas es el reloj exacto. En la “ciudad maravillosa” es muy común que las personas, con puntualidad suiza, sean impuntuales. Es un jueves de diciembre. La Praça General Osório es un hormiguero. Estoy buscando la calle Antônio Parreiras. “Es por allí”, me dice un policía, “en el límite entre Ipanema y Copacabana”.
La tarde está pálida. En la plaza hay hombres con cascos, taladros y cinceles: están terminando una nueva estación del metro. Paso por una lanchonete, donde hombres y mujeres, de piel morena, blanca y negra toman cafezinhos, jugos y cervezas, comen coxinhas, pasteles y joelhos. En la radio se escucha una canción de Zeca Pagodinho: “Sem você minha felicidade, morreria de tanto penar, verdade”…
Tengo una cita con Silviano Santiago, uno de los escritores y críticos literarios más famosos de Brasil. “Número 138”, después de varias cuadras encuentro el edificio y miro la hora. Estoy diez minutos tarde: pero en Río de Janeiro es estar casi a tiempo. “Vine a buscar al señor Santiago”, le digo al portero. Me pide mi nombre, toma un auricular y pronuncia, vacilando, mis cinco letras. “Tercer piso”, me dice. Camino hacia el elevador y de repente me asusto, siento un escalofrío porque veo una silueta extrañamente conocida, es un hombre idéntico a mí… Casi de inmediato me doy cuenta de que es un espejo. Dice Freud que cuando nos vemos de súbito a nosotros mismos nos asustamos. Deberíamos vernos más a menudo. Es una sensación que Freud llama “the uncanny” (traducida oficialmente al español como “lo siniestro”).
“¡Buenas tardes!”, me saluda Silviano Santiago, “¿fue fácil llegar?”. Entro a su apartamento y me sorprendo porque el lugar es más reducido de lo que esperaba. Vive aquí desde 1974, es un rectángulo con un pequeño comedor, dos puertas, que supongo son la cocina y el dormitorio, y al fondo, una sala con tres sillones. Las paredes blancas están tapizadas con cuadros de arte, fotos y premios… una pintura de Falhstrom, una de Masson y varias estatuillas Jabuti. Desde afuera se oye el ladrido de un perro y una palabra se me viene a la mente: “Spiff”. Silviano Santiago tiene 73 años pero me percato que aparenta muchos menos. Es calvo, robusto, tiene un bigote blanco con un centro negro y un par de anteojos que le dan a su cara un tono amable. Ha escrito ficción, ensayos y crítica literaria. Se mantiene activo y creativo.




Nos sentamos. “¿Un whisky?”. Le contesto que sí, que muchas gracias. Alcanza dos vasos, una hielera y una botella. Y me acuerdo de aquella frase de Vinícius de Moraes: el whisky es el mejor amigo del hombre, es el perro embotellado.
Hablamos de ficción y de no ficción. Silviano Santiago me cuenta que admira a Orson Welles y a John Barth, le gusta el concepto de lo “fake” (lo falso). “Gosto muito disso”. Entonces inevitablemente conversamos de una de sus obras: “Em Liberdade”. Es un libro autobiográfico en primera persona, es un diario donde el escritor brasileño Graciliano Ramos habla de su vida después de estar en la prisión de la dictadura. Pero todo es ficticio, el diario es una mentira, Graciliano Ramos nunca lo escribió, es una invención literaria de Silviano Santiago. “Trato de aprovecharme de las modas sin escribir en el estilo de moda”.
Entonces le pregunto sobre los autores que más han influido en su vida. “Yo soy muy infiel”, me responde, “la infidelidad es buenísima”. Mueve el vaso y se oye el choque de los hielos, toma un trago. “Ya me gustó mucho Hemingway y después me dejó de gustar. Ya me gustó mucho Drummond y también me dejó de gustar”. Hace una pausa: “me gustan muchos autores y en el fondo no me gusta ninguno”. Para Silviano Santiago la ficción es arte, la no ficción es información, mero periodismo. Y me apalabra un concepto conocido: “la literatura es el arte cargado de significado y cuanto más significado… mejor literatura”. La conversación transcurre y me habla de su familia y de su infancia en Minas Gerais.
En mi vaso los hielos están casi derretidos y ya no hay licor. “¿Otro whisky?”, me dice. Mientras me sirvo un segundo trago me hace una confesión: “El mayor trauma de mi vida fue perder a mi madre, cuando yo tenía año y medio”. De padre dentista, de clase media alta, Santiago pasó mucho tiempo de su niñez con las criadas negras que lo cuidaban. Eso, dice, le abrió los ojos a los excluídos, a la desigualdad, a la pobreza de Brasil. Santiago vivió sus primeros años en un pueblo llamado Formiga, luego saltó a Belo Horizonte y más tarde a Río de Janeiro. Hizo su doctorado en la Sorbona de París y enseñó literatura francesa y brasileña en numerosas universidades de Estados Unidos.



“Escribo porque es lo que sé hacer, es mi oficio”, me dice encogiendo los hombros, “no sé hacer otra cosa”. Me cuenta que cerca de donde estamos tiene un segundo apartamento, que usa como su estudio de trabajo, es un apartamento repleto de libros. Esa palabra la enfatiza: libros. Tomo otro trago de whisky... Y se me viene a la mente una de mis primeras memorias de mi infancia, un recuerdo remoto y borroso de una navidad de cuando yo tenía cuatro o cinco años. Me acuerdo que yo esperaba, como cualquier niño, emocionado y nervioso, muchos regalos. Mi padre me despertó aquel 25 de diciembre y me dio un carrito rojo de juguete. Luego me tomó de la mano, me sacó de la cama y me llevó a la mesa de la sala, donde me dijo: “aquí está tu verdadero regalo”. Yo me quedé mudo y no entendí. En la mesa había una enciclopedia, dos diccionarios y más de treinta novelas, libros de cuentos y poemarios. Una cordillera de papel. Era el regalo de navidad de mi padre. De joven él había trabajado, llenándose el cuerpo de aceite y los pulmones de plomo, en una estación de gasolina, de viejo murió conduciendo un taxi. Nunca pudo ir a la universidad a estudiar historia y geografía pero su sueño era que sus hijos leyeran lo que él nunca pudo leer. Aquel regalo a mis cuatro o cinco años no lo entendí ese día pero me marcó.


“Vivimos una época de transición”, me despierta Silviano de mis recuerdos. “No sabemos hacia dónde nos lleva el mercado”. Antes la fama literaria era póstuma, por ejemplo, Clarice Lispector sólo alcanzó un gran reconocimiento hasta después de su muerte, me dice. “Ahora lo que se busca es la fama inmediata”. Y prosigue: “los medios de comunicación crean celebridades, gente famosa que no merece ser famosa”. Entonces le respondo: “vivimos en la sociedad del espectáculo de Guy Debord”. Silviano concuerda y me revela que está escribiendo un nuevo libro de cuentos que titulará “Anónimos”. Se trata de diez relatos donde los protagonistas son personas sencillas, esas a las que nadie presta atención. “Creo que las celebridades deberían ser anónimas y muchos anónimos merecerían ser famosos”. Son narraciones sobre personas que valen mucho pero viven en el silencio social: por ejemplo, un cartero, una empleada doméstica o un garzón de un restaurante.
Seguimos la conversación y el tema gira hacia los cariocas, hacia su manera de ser... Río de Janeiro parece una ciudad muy abierta y lo es en muchos aspectos, pero es una apertura superficial, en realidad es una sociedad muy cerrada, me dice. Y recuerdo que eso me lo habían dicho antes: “Lê”. Y Silviano Santiago prosigue: “Cuando un carioca te dice… ‘pasa por mi casa’, eso no significa nada… no te está invitando a su casa, es sólo una frase”. Creo que es una cuestión de dinero… la clase media de Brasil tradicionalmente ha vivido muy mal, sólo ahora es que está mejorando, agrega. “Aquí las mesas en el siglo XIX tenían una gaveta… cuando llegaba un visitante en medio del almuerzo o la cena, las familias guardaban rápidamente la comida en la gaveta y cuando la persona se iba sacaban sus platos y seguían comiendo”.
Casi he terminado mi whisky. Y le pregunto sobre el un balance de su obra y si ha recibido el reconocimiento que esperaba. “Me siento satisfecho porque he sido muy premiado”, me comenta, “pero aún hoy tengo que trabajar mucho, escribir mucho, no es fácil, me gustaría tener un apartamento mucho más grande para recibir a mis amigos. Pero no me quejo, la vida me ha premiado”.
Al final, nos despedimos con un abrazo. En la playa de Ipanema las olas chocan fuerte contra la arena. Bajo a la plaza y me devora la multitud.

viernes, 4 de diciembre de 2009

El tranvía de Santa Teresa / O bonde de Santa Teresa / Santa Teresa Tram



El centro de Río de Janeiro a la una de la tarde es un panal de abejas. Es la hora del almuerzo. Miles de voces inundan la Avenida Rio Branco, la Rua Uruguaiana y la Praça XV. Es un día de cielo celeste y de sol absoluto. “Por favor, ¿el bonde para Santa Teresa?”, le pregunto a un vendedor de periódicos. “Siga directo por esa calle”, me contesta mientras vende un diario O Globo. Las voces se mezclan y se confunden, son blancas, negras, asiáticas, pero sobre todo, mestizas: “Tudo bem?”, “Calor de inferno!”, “Uma cerveja?”. Huele a comida, a arroz, a frijoles, a carne, también huele a sudor. El río gente me traga y me dejo llevar por la corriente que fluye por la calle Senador Dantas. Al final veo la estación del tranvía. “¡Por fin!”. Y entonces, trabajosamente, salgo de la marea de brazos y subo las escaleras.
Estoy en uno de los lugares que siempre he querido visitar: el tranvía de Santa Teresa.
En portugués, tranvía se dice “bonde” (se pronuncia “bonyi”). El bonde de Santa Teresa es el único tranvía activo que sigue operando en una ciudad grande de Brasil y en toda Sudamérica. El “bondinho”, como lo llaman los cariocas, comenzó a funcionar con electricidad en 1896 y hasta hoy es una de las grandes atracciones de Brasil. Viaja desde el centro de Río hasta las alturas de un cerro (morro), muy cerca del Cristo Redentor. Dicen que el célebre poeta Manuel Bandeira solía viajar en el bonde, vestido formalmente con terno y corbata. Y me lo imagino, tuberculoso y octogenario, diciéndose a sí mismo: “Vou-me embora pra Pasárgada”.
“¿Cuánto cuesta el pasaje?”, pregunto en la fila. “60 centavos de real” (es decir, 35 centavos de dólar).
Se oye un estruendo en los rieles: llegó el bonde. Operan dos bondes al mismo tiempo, uno sube y el otro baja. El bonge es amarillo y sólo tiene un vagón anciano. No tiene puertas. Adentro está amueblado con el lujo de ocho pobres bancas de madera, crujientes y cansadas.




“¿No tiene miedo a las alturas?”, me pregunta una joven a mi lado. “Espero que no”, le digo. Es una joven brasileña, del norte, me dice, de Pará. Es una estudiante de farmacia. Me cuenta que va a Santa Teresa a estudiar con una amiga porque mañana tiene un examen.
El bonde está atestado de locales y de turistas. Hay personas sentadas, de pie y también hay otros que se arriesgan y están colgados en los estribos. “¿No es peligroso?”, le pregunto a la farmacéutica en potencia. Y ella me contesta moviendo la cabeza, con duda.
En el vagón hay una babelia de nacionalidades. “Andiamo, andiamo!”, gritan unos italianos de Sicilia sentados al fondo. “C´est super!”, dice un francés a mi lado. “Vambora!”, dice un brasileño con impaciencia. Y atrás de mí escucho un seseo en español: “¡Qué tal, voy a tomar unas fotos!”, inconfundible, es una voz colombiana.
El tren arranca y da pequeños saltos, como si tuviera hipo. Sube por un paisaje verde y vemos un cono gris: la catedral de Río. Luego el tranvía pasa sobre un antiguo acueducto, los famosos Arcos de Lapa, y sentimos vértigo, abajo está el barrio bohemio de la ciudad, donde noche a noche se beben mares de cerveza y de cachaça. Vemos la calle Mem de Sá y a lo lejos el bar “Carioca da Gema”, el epicentro de las noches de samba frenética. Y escucho una voz que dice: “¿Por qué usted es tan chiquitilla?” Y otra le responde: “No soy”… Entonces pienso en São Paulo y en un apartamento de Cambridge: 393 Broadway.




Santa Teresa es un barrio emblemático de Río de Janeiro. Allí viven muchos artistas e intelectuales. El bonde sube jadeando por una calle estrecha de adoquines (cobblestones), la arquitectura es colonial, hay muros tapizados de hiedra y, de repente, una balaustrada con el fondo espectacular de la Bahía de Guanabara. Muchas de las casas de Santa Teresa fueron construídas en el siglo XVIII y parece que aquí el tiempo quedó petrificado.
Comienzo a hablar con el conductor del bonde, el maquinista. “Motorneiro”, me dice. Maquinista en portugués se dice “motorneiro”. Se llama Nelson Correia, tiene 57 años y 13 años conduciendo el tranvía más famoso de Brasil. El motorneiro es un hombre robusto, simpático y su cabeza está poblada por la calvicie. Por conducir el bonde durante siete horas diarias gana 550 reales al mes (315 dólares). “Este es un trabajo muy peligroso”, me cuenta. Porque es un vagón abierto y las personas se pueden caer. “Hay que tener mucho cuidado con los niños”, me dice. A pesar de que todos los días fatiga kilómetros de distancia y conoce a personas de todos los continentes, Nelson nunca en su vida ha salido de Río de Janeiro. “Mi mundo es Río, no conozco otro lugar”. Por eso quiere salir de esa frontera y me confiesa su meta: “Cuando me jubile quiero conocer todos los estados de Brasil”. Hace una pausa y agrega: “Y quién sabe… tal vez Europa”. Luego hablamos de gustos y de disgustos. Me dice que lo que más detesta es la gente “preconceituosa”, es decir, las personas que juzgan a los otros, que discriminan y que se dejan llevar por estereotipos. Casi hemos llegado. Entonces le pregunto a Nelson si podría sonar la campana del tranvía. Me sonríe poderosamente. Extiende la mano derecha, hala un cordel azul y, en ese momento, se oye la música del bonde.


viernes, 27 de noviembre de 2009

El diplomático de la favela / O diplomata da favela



Luiz Ricardo Duarte es un brasileño joven, moreno y delgadísimo de 23 años, cuya vida cotidiana oscila en un péndulo de contrastes: de día estudia en la universidad privada más elitista de Río de Janeiro y de noche habita en uno de los lugares más pobres del mundo, una favela.
“¡Favela!”, me dice Luiz Ricardo, mientras a lo lejos vemos un paisaje de casitas multicolores, “nunca pensé que iba a vivir en una favela”. Es un día de noviembre, de sol unánime, el termómetro de Río de Janeiro está en llamas. La humedad es insoportable y hace que los cuerpos lloren de calor.
Luiz Ricardo estudia relaciones internacionales. Su sueño es ser diplomático. Estudia con una beca (bolsa-fellowship) en la Pontificia Universidad Católica, conocida simplemente como la PUC, la facultad más rica de la ciudad. Sus padres son obreros, ambos trabajaron toda su vida en una fábrica, su madre era operaria en un taller de explosivos.
“Hay muchos estereotipos contra las favelas”, me dice, “cuando uno pronuncia la palabra favela las personas sólo piensan en violencia y tráfico de drogas”. Estamos caminando por Gavea, uno de los barrios más exclusivos de Río de Janeiro y vamos por una calle que se eleva y al final desemboca en la favela de Luiz Ricardo. La favela se llama Parque de la Ciudad. El calor también se eleva y con cada paso tengo la impresión de estar subiendo a un cielo infernal, donde cuesta entender las palabras, donde las palabras se deshacen, se evaporan.
“No tengas miedo”, creo que me dice Luiz Ricardo. No tengo miedo. Llegamos a la entrada de su casa y entramos a un túnel oscurísimo con unas escaleras empinadas y estrechas, que me parecen infinitas. Me transporto en el tiempo y me imagino estar en la Nueva York del siglo XIX en aquel mítico barrio de Five Points donde inmigrantes irlandeses, italianos, alemanes, africanos y judíos del este de Europa vivían en condiciones infrahumanas en las favelas neoyorquinas de aquel entonces, los “tenements”. Al final de las escaleras se ve la luz del sol. Y a mano derecha hay una puerta blanca, el mini-apartamento de Luiz Ricardo. “En Brasil la desigualdad es gritante”, me cuenta, “aquí hay probreza… y allá…”, señalando unos edificios brillantes, “hay apartamentos con piscinas y todo tipo de lujos”. En el mini-apartamento las paredes, el piso y el techo es de un sólo color, blanco. Son sólo dos pequeñas habitaciones. En la primera hay un sillón, un fogón de gas y un baño. En la segunda hay dos colchones y una mesita con una computadora. En la pared, el poema "Canção do exílio", de Gonçalves Dias…
Luiz Ricardo tiene un compañero de cuarto, Lucas. Entre los dos pagan 400 reales por el alquiler (alrededor de 230 dólares). Todo está incluído: la luz, el gas y el agua. En muchas favelas todos esos servicios se consiguen clandestinamente.




“¿Quieres agua?”, me pregunta Luiz Ricardo. Le digo que sí con la cabeza. “No tenemos refrigeradora, el agua está caliente”. Bebo y el líquido me hierve en la garganta. Pienso en la palabra “saudade” (nostalgia, spleen, cabanga) y escucho una voz paulistana que me refresca y me deja congelada en la mente dos palabras gemelas: “Ticão, Ticão”…
“Aquí la gente es muy solidaria”, me dice Luiz Ricardo, “si alguien necesita leche, alguien ayuda, si alguien necesita arroz, algún vecino ayuda”. Por ahora, el Parque de la Ciudad es una favela tranquila y segura, los vecinos no han dejado que entren el crimen ni el tráfico de drogas. A ellos no les gusta la palabra “favela”, los vecinos prefieren llamar a su barrio “comunidad”.
“Y esto es una comunidad”, me dice Luiz Ricardo, “aquí todos nos conocemos y nos ayudamos”.
“¿Alguna vez has sentido que el mundo se te cae encima?”, le pregunto.
“Muchas veces, pero el mundo nunca te aplasta completamente”. Y esas palabras me aplastan.
Me transporto a Costa Rica y pienso en la reciente muerte de mi tío. A pesar de que nunca se casó ni tuvo hijos, mi tío tenía la personalidad de un viudo eterno. Amaba hablar y redondear sus frases con diminutivos. Él mismo, era redondo y diminuto. Se llamaba Agustín, como el santo filósofo, pero todos le decíamos “Tín”. Era soberbiamente humilde. De vez en cuando contaba picardías y todos lo queríamos. Hace unos días regresaba a su casa, en su bicicleta, después del trabajo, cuando un conductor borracho pasó a toda velocidad zigzagueando por la carretera y arrasó con su vida. Dicen que el golpe fue desaforado, dejó a mi tío irreconocible…
“E aí, Luiz, tudo bem?”. Son varios amigos de Luiz Ricardo que acaban de llegar: Rafael, Wendell y Wesley. Todos crecieron en una región pobrísima de Río de Janeiro, la Baixada Fluminense. Y, claro, todos son fanáticos del equipo de fútbol tricolor, el Fluminense.
“¿Van a bajar a segunda división?”, les pregunto.
“Esperamos que no”, me dice Wesley, y los otros asienten.
Rafael es cantante de soul y pone música en el computador. Le pregunto qué canción es. “Stormy Weather” de Etta James… “Life is bare, gloom and misery everywhere … Stormy weather, stormy weather”.




“¿Damos una vuelta?”, me pregunta Luiz Ricardo.
“Claro, vamos”, le contesto.
Caminamos por toda la favela, la gente sonríe, algunos están serios, muchos hombres están sin camisa. Y el calor sigue aumentando. Subimos por una callecita, luego bajamos y después volvemos a subir, el paisaje es fragmentario y desigual, huele a comida, huele a perfume, se oyen voces lejanas y en el aire húmedo flota una música que mis amigos dicen que se llama “forró”. A nuestro paso, los vecinos saludan a Luiz Ricardo. Se nota que quiere y que lo quieren.
Luiz Ricardo es un muchacho sencillo y a la vez profundo, le gusta ir a fiestas, le gusta tomar cerveza, la gusta comer salpicón, le gustan las chicas bonitas… “Me gusta creer en Dios”, agrega, “pero respeto muchísimo a los que no creen. Para mí es importante creer”. También le gusta leer de globalización y posmodernidad, su autor favorito es Zygmunt Bauman. Y le pregunto qué es lo que más lo irrita, lo que más le molesta.
“La corrupción”, me responde. Hace unos días Luiz Ricardo intentó sacar su licencia de conducir, que generalmente en Brasil toma tres meses. Un burócrata le ofreció conseguírsela en un mes si le pagaba 300 reales. “Eso es pésimo, yo quiero ayudar a combatir la corrupción, no sé como, pero voy encontrar un camino”.
A Luiz le gustaría ser diplomático. Llegamos en la cima de la favela. Luiz, Wesley, Wendel, Rafael y yo nos atrevemos al silencio. A lo lejos vemos el paisaje espectacular de la Laguna Rodrigo de Freitas.
“Si fueras diplomático a dónde te gustaría trabajar?”, le pregunto.
Y con su voz calmada me contesta: “En los países más pobres”.


jueves, 19 de noviembre de 2009

Conversación con una faxineira


Cintia Araujo es una mujer morena, de pelo negrísimo y dientes eucarísticos. Al igual que millones de brasileñas pobres, Cintia trabaja como faxineira, es decir, como empleada doméstica: limpiando, barriendo, lavando, planchando. La veo cada quince días cuando llega a arreglar el apartamento en donde vivo y me gusta conversar con ella. Cintia tiene 34 años pero dice que ha vivido más de un siglo. El trabajo de sol a sol, el cansancio superlativo y el calor de Brasil le han derretido los sueños.
“Ya no sueño nada para mí”, me dice, “sueño para mi hijo”.
Cintia vive en Belford Roxo, un barrio pobre de las afueras de Río de Janeiro, donde generalmente los camiones de basura depositan al aire libre desperdicios de las zonas ricas de la ciudad. Para llegar hasta mi barrio, Cintia tiene que tomar un bus Roncalli, llegar a la Central do Brasil y luego tomar el bus 110 hasta Leblón. En total demora dos horas y media para llegar. Y después, dos horas y media para regresar.
“¿Quiere un café?”, me pregunta. Estamos en la cocina.
“Por favor”, le contesto. Ella me lo sirve negro en una jícara blanca. El café está hirviendo y mientras me lo alcanza va dejando en el aire una estela de humo, como una pequeña locomotora.
“Nací en Bahía pero crecí en el mundo entero”, me dice. Para Cintia el mundo entero es el noreste de Brasil. Su madre la regaló a otras personas cuando era muy pequeña porque ya tenía muchos hijos para criar.
“¿Existe el perdón?”, le pregunto.
Hay una pausa atronadora… “sí”, me contesta, “perdoné a mi mamá y ahora nos llevamos muy bien”.





Cintia está casada, su esposo trabaja como mensajero haciendo entregas en una motocicleta, un trabajo muy peligroso en la violenta Río de Janeiro. Ella toma el cuchillo y parte el silencio de la cocina mientras corta un pedazo de queso minas. Por la ventana entra una brisa que refresca y el murmullo de una voz que me parece que dice: “chucu”… “chuculino”…
Lo más importante en la vida de Cintia es su hijo João Felipe, de 11 años. Desde muy pequeño, ella le habla de la importancia del estudio y su hijo le está respondiendo con buenas notas. “Casi todo lo que gano lo invierto en él, le pago clases de natación, lo he llevado a Petrópolis”, y de seguido agrega, “yo quiero que João Felipe crea en sí mismo, yo quiero que tenga sueños”.
Cintia me recuerda a mi propia madre. Cuando yo era pequeño en mi familia abundaba la pobreza. Me acuerdo que mi madre me enseñó a leer y a escribir. En las mañanas de sol ella me tomaba de la mano y salíamos a pasear por mi ciudad, Cartago. Yo era un niño callado y melancólico y en aquellos paseos me quedaba viendo las vitrinas de las tiendas. Yo veía mudo los juguetes que mi madre no me podía comprar. Al verme, ella me decía una frase que se me quedó grabada para siempre: “ver y desear”. Nunca se me olvidará esa frase. “Ver y desear”.
“¿Más café?”, me pregunta Cintia.
“Sí, claro”.
Por limpiar un apartamento entero, una faxineira como Cintia gana entre 70 y 100 reales (entre 40 y 58 dólares). Ella tiene más o menos 10 clientas en los barrios de Leblón, Copacabana y la Urca. Pero no es fácil, porque el trabajo no es constante, hay altos y hay bajos y hay que hacer malabares para sobrevivir. “Yo siento que la esclavitud todavía existe”, me dice, “somos esclavos del trabajo”.
En nuestras conversaciones, Cintia y yo hablamos de alegrías, de tristezas, de problemas, del futuro, en fin, de la vida. Ella me dice que João Felipe adora los animales y algún día quiere ser veterinario. Entonces me pregunta: “¿Piensas que lo pueda lograr?”. En ese momento recuerdo una frase que alguna vez le oí al escritor mexicano Carlos Monsiváis: “el estudio es un pasaporte de ascenso social”. Y entonces le contesto a Cintia que si su hijo sigue estudiando con certeza lo logrará.
Después soy yo quien hace una pregunta…
“Cintia, ¿Se puede recuperar la confianza de alguien?” (the trust)
“Sí, claro”, me contestó.
“¿Cómo?”.
Ella me miró con sus ojos, negramente transparentes, y pronunció tan sólo dos palabras: “con sinceridad”. Terminamos el último sorbo de café y Cintia comenzó a limpiar el desorden de la cocina.





lunes, 16 de noviembre de 2009

El apagón / The Blackout / O apagão


En un día inesperado, Río de Janeiro, una de las ciudades más visuales y sensoriales del mundo, quedó totalmente a ciegas.
“¡Se fue la luz!”, dijo Aidan.
Cinthya se levantó del sofá, caminó a tientas hasta la ventana y nos informó: “En la favela sí hay luz”.
Martes 10 de noviembre. El reloj marcaba las 10:13 de la noche. Yo estaba en Botafogo, un antiguo barrio aristocrático carioca del siglo XIX, que cayó al escalón de la clase media y hoy está erizado de palacetes olvidados, jardines de oasis y paredes leprosas al frente de una bahía y un cerro de piedra espectacular, conocido mundialmente en las guías turísticas y en las tarjetas postales como el Pan de Azúcar.
Acabábamos de cenar. La temperatura estaba por encima de los 35 grados centígrados y había una humedad infernal.
Una cortina de oscuridad estaba cubriendo a Río de Janeiro, Sao Paulo, Brasilia, Belo Horizonte y otras ciudades. Más de 60 millones de brasileños, tan apegados a la luz, a los colores, a la música, a las sensaciones visuales, estaban, de repente, irremediablemente ciegos.
“¿Esto es común?”, les pregunté.
“Es la primera vez que pasa desde que estoy en Río”, me dijo Aidan, mi amiga pelirroja y vegetariana, una muchacha tan bondadosa y humilde, que nadie pensaría que ella es la bisnieta de Bertrand Russell.
“Ya no hay luz en la favela”, agregó Cinthya desde la ventana. Estábamos en tinieblas, la única luz que teníamos parpadeaba débilmente en las pantallas de dos laptops. El ventilador del techo no rodaba, el aire acondicionado, muerto.
A lo largo de Río de Janeiro miles de personas habían quedado atrapadas en elevadores o habían decidido recluirse en sus casas. El metro paró de súbito y racimos de gente se abalanzaba por las líneas del tren para poder salir a la superficie. Algunos usaban velas, otros abrían sus celulares para poder ver algo con las diminutas luces de las pantallas. En la estación de buses, la Rodoviaria, miles de viajeros tendían sus mochilas para pasar ahí la noche.




“Esto está horrible, peligrosísimo”, me dijo un taxista de pelo blanco cuando abordé su carro para volver a casa. El taxi serpenteaba lentamente penetrando calles negrísimas y selváticas, pasando por canales y callejuelas de Humaitá y el Jardín Botánico. En la radio, el taxista y yo escuchábamos a un narrador de voz alarmada que hablaba de algunos saqueos, asaltos y violencia desperdigada por todo el país.
“¿Cuánto es?”, le pregunté.
“Quince reales”. Le pagué al taxista y comencé a caminar por la Calle Días Ferreira, una de las vías más exclusivas de Río de Janeiro, frecuentada por artistas de telenovela. Muchos de los restaurantes tenían velitas en sus mesas y seguían sirviendo cerveza y vino. En eso, escuché la voz apocalíptica de un hombre humilde: “El apagón no es sólo en Río de Janeiro… ¡es en el mundo entero!”. Algunos de sus amigos rieron a carcajadas.
Por fin llegué a mi casa. Adentro había un silencio multiplicado. El calor era insoportable y me vi ante un dilema: si dejaba la ventana cerrada me asfixiaba, si abría la ventana me comían los mosquitos… al final decidí por abrir la ventana.
Le di un vistazo al paisaje negro y se me vinieron a la mente dos palabras: “psiu” y “chiquitilla”. El apagón, el calor y la oscuridad me trajeron como flashback lo bien que dormía en mi cama de Cambridge, en una cama que yo llamaba “meu cantinho”.
El apagón me recordó una pieza musical, la famosa sonata 4’33’’ de John Cage. En esa sonata el pianista se sienta frente al teclado y queda en silencio durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. Absolutamente en silencio. El pianista no toca ni una sola tecla. En su momento fue un escándalo, pero lo que John Cage quería decir con su sonata muda es que la música no está en el escenario, está en nosotros mismos, en nuestros latidos, en nuestra respiración, en nuestro parpadear. A veces necesitamos de apagones en nuestras vidas para aprender a escuchar al silencio, para aprender a escucharnos a nosotros mismos y saber lo que queremos en la vida. La luz en Río de Janeiro volvió a las dos de la mañana.


martes, 10 de noviembre de 2009

Llegar a casa (homecoming)




Vivir en Brasil me ha llevado a pensar sobre mis raíces. ¿Quién soy? ¿De dónde soy?... Nací en Costa Rica pero por varios guiños del destino he vivido en Madrid, en Nueva York, en Boston y ahora en Río de Janeiro. ¿Dónde está mi casa? ¿Dónde está mi hogar? ¿Tenemos necesariamente un único hogar? Tal vez nuestra casa, nuestro hogar, no sea un sólo sitio. Tal vez podamos tener varios hogares… Creo que el hogar está allí donde están las personas que queremos y donde nos sentimos queridos. Por eso siento que tengo varios hogares: los hogares de mi familia y de mis amigos.
Y entonces, ¿cuál es mi nacionalidad? Inmigrante. Incluso cuando vuelvo a Costa Rica ya no soy el mismo que era, ahora soy una especie de inmigrante en mi propio país. No quiere decir que toda mi vida quiera ser un nómada… al contrario, quiero establecerme, tener una familia, un perrito, escribir y enseñar.
Si tuviera que hacer una lista de mis hogares, definitivamente en lo más alto habría dos en especial: mi ciudad natal, Cartago, al pie del volcán Irazú; y también un pedacito de Washington DC. Nunca he querido tanto y nunca me he sentido tan querido como en esos dos hogares…






Los botiquines

Si usted está en Río de Janeiro y quiere probar una cerveza bien fría, beberse una buena caipirinha o comer tapas brasileñas definitivamente tiene que ir a un “botiquín”. Botiquín es la palabra que usan los cariocas para llamar a los bares más tradicionales y populares de la ciudad. Hay dos tipos de botiquines: los “botiquines de pie sucio”, que son los más baratos y populares, y los “botiquines de pie limpio”, que son los más elegantes y chic.
-“Buenas tardes”, me dijo el mesero de un botiquín, “¿le traigo un choppe?”. Choppe es el nombre de una cerveza bien fría que sirven en un vaso alargado.
“Con certeza”, le contesté.




Ilha Grande

Este fin de semana estuve en Ilha Grande (Isla Grande), que queda a unas tres horas y media de Río de Janeiro. Es todo un paraíso con playas espectaculares y un mar cristalino. Para llegar hasta Ilha Grande hay que tomar un bus hasta Mangaratiba y luego un ferry.




Lenine

Lenine es uno de los mejores cantantes de Brasil. Esta canción es excelente y se llama Jack Soul Brasileiro.


lunes, 9 de noviembre de 2009

¡A comer tapioca!


Hay errores que te hacen revalorar tu vida entera. Y por dolorosos que sean, los errores nos enseñan, nos hacen madurar y nos ayudan a estar listos. Eso me dijo la otra noche la dueña de mi apartamento, Mary Help. “Estoy listo”, le contesté.
Mary Help es una señora de 63 años. Es pequeñita de estatura y gigante de personalidad. Su vida es un drama de telenovela y habla hasta por los codos. La frase que más repite es “Ai, meu Deus!” (¡Ay Dios mío!) La otra noche salí a caminar con ella.
-¡Estoy con ganas de comer tapioca!
-¿Qué es eso?, le pregunté.
-¡Es una delicia! Es una comida típica del noreste de Brasil. ¡Vamos a comer tapica!, me dijo.
Estábamos caminando por la noche sabrosa de Leblón por la calle Ataulfo de Paiva y Mary Help me tomó del brazo para acercamos a un carrito blanco, donde un muchacho cocinaba frente a una diminuta planta de gas de dos discos, rodeada por pequeñas cajas con carne, pollo, queso, sal y orégano.
-Yo quiero una tapioca con carne asada, pidió Mary Help. Y prepare otra para mi amigo de Costa Rica, agregó.
El muchacho vertió una masa blanca en una de las sartenes, es la masa de tapioca. A los segundos la masa estaba firme, entonces el joven añadió pequeños pedacitos de carne y queso. Luego, tomó la sartén y con un movimiento agilísimo, hizo que la masa diera vuelta en el aire y cayera del otro lado en su sartén. “¡Opa!”, atiné a decir sorprendido. Finalmente dobló la masa en forma de una empanada y nos la entregó. Cuesta 3 reales.
¿Cómo describir el tapioca? La textura parece a una arepa colombiana pero no es una arepa colombiana. Parece a una empanada y tiene forma de una empanada, pero no es una empanada. Tiene un sabor ligeramente salado y áspero pero definitivamente el gusto es buenísimo. El problema es que es una tentación de calorías. En los últimos meses he perdido peso así que tengo que comer tapioca…

PEDRO INFANTE LE CANTA A SANTOS DUMONT

Hoy en día en Brasil pocos saben quién es el mexicano Pedro Infante, uno de los cantantes más famosos y populares de la historia de América Latina. Del mismo modo, afuera de Brasil, pocos latinoamericanos saben quién fue el brasileño Santos Dumont, el máximo héroe de la aviación de América Latina. Santos Dumont fue el primer hombre en el mundo en volar a bordo de un avión con motor (antes que los hermanos Wright) delante de periodistas, ciudadanos y especialistas en París, en 1903.
En los años 50 todo el mundo sabía quién era Santos Dumont. En 1954, Pedro Infante lanzó una de sus películas más famosas, “Escuela de vagabundos”. Y la primera canción de este filme, la canción con la que arranca la historia, está dedicada… adivinen a quién… sí, a Santos Dumont.



DICCIONARIO DE LA CALLE / DICIONARIO DA RUA

Estas son algunas palabras que son muy útiles...


Na moral!: Quiere decir que una persona está feliz, está bien. Por ejemplo: “A cantora Ana Carolina tá na moral!” (“¡La cantante Ana Carolina está muy bien!”).

Quentinha: es el equivalente al “doggie bag” en inglés, es decir, cuando uno va a un restaurante y sobra comida uno pide que le den lo que quedó para llevar. Ese paquetito con comida para llevar es la quentinha.

Pisei na bola: cometí un tremendo error (pero hay que aprender y seguir adelante!)

Estar a fim de: tener ganas de.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Hoy es feriado en Río


En las últimas semanas en Río de Janeiro he perdido tiempo, he perdido peso y he perdido dudas… Conste que no me estoy quejando, simplemente estoy contando una realidad de esta ciudad, que de verdad es espectacular y tiene muchísimos contrastes. Bueno, voy a decirles cómo he "perdido tiempo" (a veces perder tiempo puede ser bueno). He perdido tiempo porque cuando menos uno se lo espera se tropieza con la piedra de un feriado. ¿Vamos a la biblioteca? No, hoy está cerrada. ¿Fuiste al banco? No, hoy no trabajan. ¿Pagaste el seguro médico? No, hoy es feriado…Las personas de Sao Paulo, es decir, los paulistas, tienen un fuerte estereotipo contra las personas de Río de Janeiro, los cariocas. Los paulistas dicen que a los cariocas no les gusta trabajar… ¿será cierto o una vil infamia?En mes y medio que tengo de vivir en Río hemos tenido seis feriados. ¡En mes y medio! Y en los próximos días vienen dos feriados más. Algunos de estos feriados son nacionales y otros son exclusivos de Río de Janeiro. Mary Help, la dueña de mi apartamento, lo resume en una frase lapidaria: “Este es la ciudad del oba-oba”. Es decir, a los cariocas les gusta la fiesta.Y no es que me esté quejando, pues a veces perder el tiempo es bueno: te permite pensar y ordenar las ideas en la mesa de la perspectiva. Además, te enseña a ser paciente, algo que estoy aprendiendo.

Para los que no me crean, aquí va una lista de los feriados de las últimas semanas:

-Día del Niño

-Día de Nuestra Señora de Aparecida

-Día del Profesor

-Día del Funcionario Comercial

-Día del Funcionario Público

-Día de los Difuntos

(Ah, se me olvidaba, el día que Río fue escogida como sede de las Olimpíadas también fue declarado feriado).

Río con los ojos de Disney

Hace muchos años Disney produjo este video en el que hizo un recorrido por el mundo carioca…


Bruno Mazzeo: el Conan O´Brien brasileño

Mi comediante favorito en los Estados Unidos es Conan O´Brien. De hecho, estuve en uno de sus últimos shows en Nueva York antes de que se mudara a California y fue una experiencia increíble. En Brasil, hay un comediante que se le parece mucho, se llama Bruno Mazzeo. Al igual que Conan, Bruno es joven, mezcla el humor inteligente con situaciones cotidianas y en definitiva sus chistes hacen cosquillas. Bruno tiene un sit-com propio de media hora, “Cilada”, que se transmite en el canal Multi-Show y además presenta sus sketches en otro popular programa de los domingos, Fantástico. En el siguiente clip Bruno disecciona las experiencias de pesadilla que uno puede vivir en un supermercado...


jueves, 29 de octubre de 2009

Brasil es Lisrab: el país al revés

Este blog va a mostrar las experiencias de un tico en Brasil. Los ticos somos aquellos que nacimos y crecimos en Costa Rica. Y en Costa Rica nuestra frase nacional es "pura vida". Y así espero pasarla este año... Pura Vida en Brasil.
Brasil es laberínticamente un país al revés. Aquí las palabras no significan lo que dicen. Varios ejemplos... "la novela de las 8" es a las 9 pm!!!, "las fiestas juninas" son en julio!!!, cuando usted dice "pois nao" quiere decir "sí" y cuando dice "pois sim" quiere decir "no"!!!...
Algo que siempre me ha llamado la atención es que a los brasileños les encanta hablar con metáforas... una contestadora de teléfono no es una contestadora de teléfono sino una "secretaria electrónica". Un teléfono público tampoco es un teléfono público, es un "orejón" (porque los teléfonos públicos están envueltos en un casco que parece una oreja).

Leblón


Vivo en Río de Janeiro, en un barrio que se llama Leblón. Dicen que el barrio se llama así porque hace muchos años aquí había una hacienda de un francés, monsieur Le Blond. En mi cuadra hay un bar muy pintoresco, "El Tío Sam". Lo más curioso es que el bar no es (para nada!) ningún reducto del imperialismo yanqui... tampoco es frecuentado por americanos y el dueño no tiene ni pizca de anglosajón. Más bien, los clientes son puramente locales y el dueño es Chico, un portugués humilde que a pesar de ganar bien con su negocio vive con su familia en una favela. El bar se llama "Tío Sam" porque hace muchos años a la vuelta de la esquina había un colegio americano. El colegio ya no existe pero el bar, por supuesto, sobrevivió.
Mi apartamento queda en un tercer piso. Aquí vivimos cuatro personas: Ricardo (un médico tímido de 26 años), Simone (una rubia alta de Bahía, de ojos verdes y cuerpo de infarto que no sé cuántos accidentes de tránsito ocasiona cada vez que sale a caminar por la calle), la dueña del apartamento (una mujer simpatiquísima cuya vida gira alrededor del drama) y yo.
La dueña de mi apartamento se llama María del Socorro, pero aquí en el barrio todos le dicen Mary Help.

María Gadú
La otra noche fui a Copacabana a un show que me impresionó muchísimo. La cantante tiene un cuerpo pequeñito del cual sale una voz rotunda. Se llama María Gadú. Es la nueva estrella de la Música Popular Brasileña (MPB). La Gadú tiene tan sólo 22 años, es de Sao Paulo pero ahora vive en Río. Ella misma compone y canta sus canciones. Esta que estoy agregando abajo se llama "shimbalaie" y en estos momentos es todo un éxito en la radio y también en la principal novela del canal Globo. Shimbalaie es una palabra de origen africano que sirve como canción de cuna.



Sólo para amantes de la percusión

El grupo Bratuques ha sido todo un descubrimiento. Este grupo es todo un abanico de posibilidades para todos aquellos que gustan de la percusión.