martes, 15 de diciembre de 2009

Un whisky con Silviano Santiago / Um uísque com Silviano Santiago / A whisky with Silviano Santiago


En Río de Janeiro el tiempo no corre, baila. Las horas, los minutos y los segundos bailan a su propio ritmo. Tal vez por eso el peor amigo de los cariocas es el reloj exacto. En la “ciudad maravillosa” es muy común que las personas, con puntualidad suiza, sean impuntuales. Es un jueves de diciembre. La Praça General Osório es un hormiguero. Estoy buscando la calle Antônio Parreiras. “Es por allí”, me dice un policía, “en el límite entre Ipanema y Copacabana”.
La tarde está pálida. En la plaza hay hombres con cascos, taladros y cinceles: están terminando una nueva estación del metro. Paso por una lanchonete, donde hombres y mujeres, de piel morena, blanca y negra toman cafezinhos, jugos y cervezas, comen coxinhas, pasteles y joelhos. En la radio se escucha una canción de Zeca Pagodinho: “Sem você minha felicidade, morreria de tanto penar, verdade”…
Tengo una cita con Silviano Santiago, uno de los escritores y críticos literarios más famosos de Brasil. “Número 138”, después de varias cuadras encuentro el edificio y miro la hora. Estoy diez minutos tarde: pero en Río de Janeiro es estar casi a tiempo. “Vine a buscar al señor Santiago”, le digo al portero. Me pide mi nombre, toma un auricular y pronuncia, vacilando, mis cinco letras. “Tercer piso”, me dice. Camino hacia el elevador y de repente me asusto, siento un escalofrío porque veo una silueta extrañamente conocida, es un hombre idéntico a mí… Casi de inmediato me doy cuenta de que es un espejo. Dice Freud que cuando nos vemos de súbito a nosotros mismos nos asustamos. Deberíamos vernos más a menudo. Es una sensación que Freud llama “the uncanny” (traducida oficialmente al español como “lo siniestro”).
“¡Buenas tardes!”, me saluda Silviano Santiago, “¿fue fácil llegar?”. Entro a su apartamento y me sorprendo porque el lugar es más reducido de lo que esperaba. Vive aquí desde 1974, es un rectángulo con un pequeño comedor, dos puertas, que supongo son la cocina y el dormitorio, y al fondo, una sala con tres sillones. Las paredes blancas están tapizadas con cuadros de arte, fotos y premios… una pintura de Falhstrom, una de Masson y varias estatuillas Jabuti. Desde afuera se oye el ladrido de un perro y una palabra se me viene a la mente: “Spiff”. Silviano Santiago tiene 73 años pero me percato que aparenta muchos menos. Es calvo, robusto, tiene un bigote blanco con un centro negro y un par de anteojos que le dan a su cara un tono amable. Ha escrito ficción, ensayos y crítica literaria. Se mantiene activo y creativo.




Nos sentamos. “¿Un whisky?”. Le contesto que sí, que muchas gracias. Alcanza dos vasos, una hielera y una botella. Y me acuerdo de aquella frase de Vinícius de Moraes: el whisky es el mejor amigo del hombre, es el perro embotellado.
Hablamos de ficción y de no ficción. Silviano Santiago me cuenta que admira a Orson Welles y a John Barth, le gusta el concepto de lo “fake” (lo falso). “Gosto muito disso”. Entonces inevitablemente conversamos de una de sus obras: “Em Liberdade”. Es un libro autobiográfico en primera persona, es un diario donde el escritor brasileño Graciliano Ramos habla de su vida después de estar en la prisión de la dictadura. Pero todo es ficticio, el diario es una mentira, Graciliano Ramos nunca lo escribió, es una invención literaria de Silviano Santiago. “Trato de aprovecharme de las modas sin escribir en el estilo de moda”.
Entonces le pregunto sobre los autores que más han influido en su vida. “Yo soy muy infiel”, me responde, “la infidelidad es buenísima”. Mueve el vaso y se oye el choque de los hielos, toma un trago. “Ya me gustó mucho Hemingway y después me dejó de gustar. Ya me gustó mucho Drummond y también me dejó de gustar”. Hace una pausa: “me gustan muchos autores y en el fondo no me gusta ninguno”. Para Silviano Santiago la ficción es arte, la no ficción es información, mero periodismo. Y me apalabra un concepto conocido: “la literatura es el arte cargado de significado y cuanto más significado… mejor literatura”. La conversación transcurre y me habla de su familia y de su infancia en Minas Gerais.
En mi vaso los hielos están casi derretidos y ya no hay licor. “¿Otro whisky?”, me dice. Mientras me sirvo un segundo trago me hace una confesión: “El mayor trauma de mi vida fue perder a mi madre, cuando yo tenía año y medio”. De padre dentista, de clase media alta, Santiago pasó mucho tiempo de su niñez con las criadas negras que lo cuidaban. Eso, dice, le abrió los ojos a los excluídos, a la desigualdad, a la pobreza de Brasil. Santiago vivió sus primeros años en un pueblo llamado Formiga, luego saltó a Belo Horizonte y más tarde a Río de Janeiro. Hizo su doctorado en la Sorbona de París y enseñó literatura francesa y brasileña en numerosas universidades de Estados Unidos.



“Escribo porque es lo que sé hacer, es mi oficio”, me dice encogiendo los hombros, “no sé hacer otra cosa”. Me cuenta que cerca de donde estamos tiene un segundo apartamento, que usa como su estudio de trabajo, es un apartamento repleto de libros. Esa palabra la enfatiza: libros. Tomo otro trago de whisky... Y se me viene a la mente una de mis primeras memorias de mi infancia, un recuerdo remoto y borroso de una navidad de cuando yo tenía cuatro o cinco años. Me acuerdo que yo esperaba, como cualquier niño, emocionado y nervioso, muchos regalos. Mi padre me despertó aquel 25 de diciembre y me dio un carrito rojo de juguete. Luego me tomó de la mano, me sacó de la cama y me llevó a la mesa de la sala, donde me dijo: “aquí está tu verdadero regalo”. Yo me quedé mudo y no entendí. En la mesa había una enciclopedia, dos diccionarios y más de treinta novelas, libros de cuentos y poemarios. Una cordillera de papel. Era el regalo de navidad de mi padre. De joven él había trabajado, llenándose el cuerpo de aceite y los pulmones de plomo, en una estación de gasolina, de viejo murió conduciendo un taxi. Nunca pudo ir a la universidad a estudiar historia y geografía pero su sueño era que sus hijos leyeran lo que él nunca pudo leer. Aquel regalo a mis cuatro o cinco años no lo entendí ese día pero me marcó.


“Vivimos una época de transición”, me despierta Silviano de mis recuerdos. “No sabemos hacia dónde nos lleva el mercado”. Antes la fama literaria era póstuma, por ejemplo, Clarice Lispector sólo alcanzó un gran reconocimiento hasta después de su muerte, me dice. “Ahora lo que se busca es la fama inmediata”. Y prosigue: “los medios de comunicación crean celebridades, gente famosa que no merece ser famosa”. Entonces le respondo: “vivimos en la sociedad del espectáculo de Guy Debord”. Silviano concuerda y me revela que está escribiendo un nuevo libro de cuentos que titulará “Anónimos”. Se trata de diez relatos donde los protagonistas son personas sencillas, esas a las que nadie presta atención. “Creo que las celebridades deberían ser anónimas y muchos anónimos merecerían ser famosos”. Son narraciones sobre personas que valen mucho pero viven en el silencio social: por ejemplo, un cartero, una empleada doméstica o un garzón de un restaurante.
Seguimos la conversación y el tema gira hacia los cariocas, hacia su manera de ser... Río de Janeiro parece una ciudad muy abierta y lo es en muchos aspectos, pero es una apertura superficial, en realidad es una sociedad muy cerrada, me dice. Y recuerdo que eso me lo habían dicho antes: “Lê”. Y Silviano Santiago prosigue: “Cuando un carioca te dice… ‘pasa por mi casa’, eso no significa nada… no te está invitando a su casa, es sólo una frase”. Creo que es una cuestión de dinero… la clase media de Brasil tradicionalmente ha vivido muy mal, sólo ahora es que está mejorando, agrega. “Aquí las mesas en el siglo XIX tenían una gaveta… cuando llegaba un visitante en medio del almuerzo o la cena, las familias guardaban rápidamente la comida en la gaveta y cuando la persona se iba sacaban sus platos y seguían comiendo”.
Casi he terminado mi whisky. Y le pregunto sobre el un balance de su obra y si ha recibido el reconocimiento que esperaba. “Me siento satisfecho porque he sido muy premiado”, me comenta, “pero aún hoy tengo que trabajar mucho, escribir mucho, no es fácil, me gustaría tener un apartamento mucho más grande para recibir a mis amigos. Pero no me quejo, la vida me ha premiado”.
Al final, nos despedimos con un abrazo. En la playa de Ipanema las olas chocan fuerte contra la arena. Bajo a la plaza y me devora la multitud.

viernes, 4 de diciembre de 2009

El tranvía de Santa Teresa / O bonde de Santa Teresa / Santa Teresa Tram



El centro de Río de Janeiro a la una de la tarde es un panal de abejas. Es la hora del almuerzo. Miles de voces inundan la Avenida Rio Branco, la Rua Uruguaiana y la Praça XV. Es un día de cielo celeste y de sol absoluto. “Por favor, ¿el bonde para Santa Teresa?”, le pregunto a un vendedor de periódicos. “Siga directo por esa calle”, me contesta mientras vende un diario O Globo. Las voces se mezclan y se confunden, son blancas, negras, asiáticas, pero sobre todo, mestizas: “Tudo bem?”, “Calor de inferno!”, “Uma cerveja?”. Huele a comida, a arroz, a frijoles, a carne, también huele a sudor. El río gente me traga y me dejo llevar por la corriente que fluye por la calle Senador Dantas. Al final veo la estación del tranvía. “¡Por fin!”. Y entonces, trabajosamente, salgo de la marea de brazos y subo las escaleras.
Estoy en uno de los lugares que siempre he querido visitar: el tranvía de Santa Teresa.
En portugués, tranvía se dice “bonde” (se pronuncia “bonyi”). El bonde de Santa Teresa es el único tranvía activo que sigue operando en una ciudad grande de Brasil y en toda Sudamérica. El “bondinho”, como lo llaman los cariocas, comenzó a funcionar con electricidad en 1896 y hasta hoy es una de las grandes atracciones de Brasil. Viaja desde el centro de Río hasta las alturas de un cerro (morro), muy cerca del Cristo Redentor. Dicen que el célebre poeta Manuel Bandeira solía viajar en el bonde, vestido formalmente con terno y corbata. Y me lo imagino, tuberculoso y octogenario, diciéndose a sí mismo: “Vou-me embora pra Pasárgada”.
“¿Cuánto cuesta el pasaje?”, pregunto en la fila. “60 centavos de real” (es decir, 35 centavos de dólar).
Se oye un estruendo en los rieles: llegó el bonde. Operan dos bondes al mismo tiempo, uno sube y el otro baja. El bonge es amarillo y sólo tiene un vagón anciano. No tiene puertas. Adentro está amueblado con el lujo de ocho pobres bancas de madera, crujientes y cansadas.




“¿No tiene miedo a las alturas?”, me pregunta una joven a mi lado. “Espero que no”, le digo. Es una joven brasileña, del norte, me dice, de Pará. Es una estudiante de farmacia. Me cuenta que va a Santa Teresa a estudiar con una amiga porque mañana tiene un examen.
El bonde está atestado de locales y de turistas. Hay personas sentadas, de pie y también hay otros que se arriesgan y están colgados en los estribos. “¿No es peligroso?”, le pregunto a la farmacéutica en potencia. Y ella me contesta moviendo la cabeza, con duda.
En el vagón hay una babelia de nacionalidades. “Andiamo, andiamo!”, gritan unos italianos de Sicilia sentados al fondo. “C´est super!”, dice un francés a mi lado. “Vambora!”, dice un brasileño con impaciencia. Y atrás de mí escucho un seseo en español: “¡Qué tal, voy a tomar unas fotos!”, inconfundible, es una voz colombiana.
El tren arranca y da pequeños saltos, como si tuviera hipo. Sube por un paisaje verde y vemos un cono gris: la catedral de Río. Luego el tranvía pasa sobre un antiguo acueducto, los famosos Arcos de Lapa, y sentimos vértigo, abajo está el barrio bohemio de la ciudad, donde noche a noche se beben mares de cerveza y de cachaça. Vemos la calle Mem de Sá y a lo lejos el bar “Carioca da Gema”, el epicentro de las noches de samba frenética. Y escucho una voz que dice: “¿Por qué usted es tan chiquitilla?” Y otra le responde: “No soy”… Entonces pienso en São Paulo y en un apartamento de Cambridge: 393 Broadway.




Santa Teresa es un barrio emblemático de Río de Janeiro. Allí viven muchos artistas e intelectuales. El bonde sube jadeando por una calle estrecha de adoquines (cobblestones), la arquitectura es colonial, hay muros tapizados de hiedra y, de repente, una balaustrada con el fondo espectacular de la Bahía de Guanabara. Muchas de las casas de Santa Teresa fueron construídas en el siglo XVIII y parece que aquí el tiempo quedó petrificado.
Comienzo a hablar con el conductor del bonde, el maquinista. “Motorneiro”, me dice. Maquinista en portugués se dice “motorneiro”. Se llama Nelson Correia, tiene 57 años y 13 años conduciendo el tranvía más famoso de Brasil. El motorneiro es un hombre robusto, simpático y su cabeza está poblada por la calvicie. Por conducir el bonde durante siete horas diarias gana 550 reales al mes (315 dólares). “Este es un trabajo muy peligroso”, me cuenta. Porque es un vagón abierto y las personas se pueden caer. “Hay que tener mucho cuidado con los niños”, me dice. A pesar de que todos los días fatiga kilómetros de distancia y conoce a personas de todos los continentes, Nelson nunca en su vida ha salido de Río de Janeiro. “Mi mundo es Río, no conozco otro lugar”. Por eso quiere salir de esa frontera y me confiesa su meta: “Cuando me jubile quiero conocer todos los estados de Brasil”. Hace una pausa y agrega: “Y quién sabe… tal vez Europa”. Luego hablamos de gustos y de disgustos. Me dice que lo que más detesta es la gente “preconceituosa”, es decir, las personas que juzgan a los otros, que discriminan y que se dejan llevar por estereotipos. Casi hemos llegado. Entonces le pregunto a Nelson si podría sonar la campana del tranvía. Me sonríe poderosamente. Extiende la mano derecha, hala un cordel azul y, en ese momento, se oye la música del bonde.