jueves, 10 de junio de 2010

Una tarde en el Macacaná



El fútbol es el opio de Brasil y el máximo escenario donde se trafica esta droga es un emblema de Río de Janeiro en el que semana a semana miles de adictos al balompié se congregan para maldecir, alucinar, celebrar y soñar despiertos. Es un gigante de 32 metros de altura y 317 metros de largo. Es un cíclope de ojo verde que yace en el norte de esta ciudad mestiza, urbana, playera y selvática a la vez. Es el campo de fútbol más famoso del mundo, es el estadio Maracaná.

Los cariocas lo llaman “el Maraca”, un verdadero teatro popular de felicidad y frustración. En el año de su estreno, en 1950, Brasil perdió ahí frente a Uruguay la final de la Copa del Mundo. Cuentan que aquella noche el país entero durmió llorando. Fue en esa grama donde el máximo ídolo brasileño del deporte, Pelé, marcó de penal su gol número mil, que desató una fiesta de tamaño continental. Allí el papa de Polonia celebró misa para una multitud carnavalesca y Frank Sinatra puso en trance a 170 mil personas cuando cantó “New York, New York”.

Es una tarde gris de domingo y camino por el barrio de Leblón, en la frenética avenida Bartolomeo Mitre. Levanto la mano izquierda y la agito en el aire, un carro amarillo con una franja azul se detiene.
-“¿Cuánto nos cobra hasta el Maraca?”, mi amigo le pregunta al chofer.
-“Lo que marque el taxímetro. Pero son como veinticinco reales”, nos dice el taxista.

Subimos al carro y comenzamos la travesía. Río de Janeiro es una ciudad partida. Aquí el millonario vive al lado del pobre, el whisky es vecino de la cachaça y en la playa todos se mezclan. Con la piel al sol nadie sabe quién es embajador ni quién es oficinista.
Son las 5:25 de la tarde. El juego es a las 7 de la noche.

“Va a llover”, me dice Bruno, mirando a través de la ventana, a lo lejos, al cerro de Corcovado donde el Cristo Redentor es abrazado por varias nubes negras. Estamos en la zona sur de la ciudad, la tarjeta postal de Río de Janeiro, donde nació la Bossa Nova y el poeta Vinícius de Moraes escribió los versos de la “Chica de Ipanema”. Pasamos por la espectacular Laguna Rodrigo de Freitas, bordeada de edificios lujosos, montañas erizadas de roca maciza y una calzada chic donde muchos cariocas hacen ejercicio luciendo sus ipods y su ropa deportiva de marca, corriendo en medio de puestecitos ambulantes que venden agua de coco.





De pronto el taxi se desvía y nos traga una noche súbita, es el túnel Rebouças, el límite no oficial entre la zona sur y la zona norte, la parte rica y la parte pobre de la ciudad. Nuestro taxi rueda hacia el norte. Al salir del túnel nos recibe un paisaje de edificios fatigados y una gran riqueza de favelas. De repente me acuerdo de una canción de carnaval: “Cidade maravilhosa, cheia de encantos mil…”.


Hemos pasado por los barrios de Rio Comprido y Estacio, muy cerca está la Quinta da Boa Vista, São Cristovão y el Museo Nacional de Historia Natural. El taxi sigue y desemboca en el barrio de Tijuca.
-“¿Cuál va a ser el marcador, flamenguista?”, pregunto.
Bruno me contesta: “Hoy gana el Fla dos a cero, con un gol del Emperador”.

El partido es un clásico, Flamengo vs. Vasco da Gama. Es el choque de las dos mayores aficiones, “torcidas” en portugués, de Río de Janeiro. Y no sólo eso. El Flamengo es el equipo más popular de todo Brasil. Sus fanáticos lo llaman el “Mengo” o el “Mengão”. Sus colores son el rojo y el negro y su mascota es un “urubú”, es decir, un buitre. El Mengo tiene seguidores, o “torcedores”, por todo el país y en todas las clases sociales. Es el equipo más amado y el más odiado también. Los antiflamenguistas se burlan al decir que la afición del Flamengo incluye a todos ladrones y los delincuentes del país. Para mofarse aún más, dicen que cuando en la televisión pasan un partido del Flamengo repentinamente en todo Brasil disminuyen los crímenes… los asaltantes y los bandidos hacen una tregua para tomar cerveza y apoyar al equipo rojinegro.

-“¡Llegamos! Están servidos”, nos dice el taxista, quien con una sonrisa mira la camiseta de mi amigo y nos dice: “¡Yo soy fluminense!”.
Son las 6:05 pm. Salimos del carro y vemos un disco gigante de paredes blancas y bordes azules. Es el Maracaná. Su nombre oficial es “Estadio Mario Filho”. Pero nadie le dice así, nadie se acuerda que Mario Filho fue un famoso periodista. Al estadio todos le dicen simple y cariñosamente “el Maraca”. Allí celebraron sus goles leyendas como Garrincha, Pelé, Zico, Rivelino y Romario.





Caminamos en medio de un tumulto multicolor y bajo la mirada de un ejército de policías, quienes patrullan a pie y a caballo. Al fondo del coloso de cemento hay un paisaje de casitas multicolores, es un tapiz urbano que cubre las montañas, se ven las ventanitas y las puertas, las paredes de ladrillos naranja unas encima de las otras, sin mayor espacio entre ellas, es un arcoiris de pobreza.

Me acerco a un policía y le pregunto: “Por favor, ¿cómo se llama esa favela?”.
-“Es la Mangueira”, me contesta. “La Mangueira”, repito en eco.

La Mangueira es uno de los barrios más famosos de Brasil, un ícono de la pobreza y la cultura, de la exclusión y el carnaval, de los malandros y el trabajo. Allí se mezclaron como en pocos lugares la fé católica y el candomblé. Allí en el siglo XIX habían plantaciones de mangos, de ahí su nombre, y desde sus comienzos fue poblada por negros, hijos y nietos de esclavos. Allí, en la Mangueira, vivió Cartola, un negro semi analfabeto, considerado el máximo genio y poeta de la samba. Hasta hoy sus canciones son cantadas y bailadas por el pueblo y los expertos califican aquellas sambas como verdaderas obras de arte de la música y la poesía. “Preste atenção, querida, o mundo é um moinho. Vai triturar teus sonhos, tão mesquinho…”, dice la canción más famosa de Cartola. (“Presta atención, querida, el mundo es un molino. Va a triturar tus sueños, tan mezquino…”). En portugués, Cartola quiere decir “sombrero de copa”, es el nombre que le etiquetaron a aquel poeta semi analfabeto, un apodo que se ganó de joven cuando trabajaba como obrero de construcción pues para proteger su cabeza del cemento que caía de los andamios, usaba un sombrero del tipo chapéu-coco.




-“¡Va a comenzar la fiesta!”, me dice Bruno.
El paisaje de la favela se pierde, subimos una rampa que nos sumerje al interior del gigante por donde vamos percibiendo un murmullo que adentro va creciendo y se convierte de pronto en un coro de cientos de gargantas. Estamos adentro, en el vientre del Maracaná. “Dale dale dale oooo… dale dale dale oooo… dale dale dale oooo… Mengão do meu coração!”, gritan los flamenguistas. Y los vascaínos contestan: “Vasco, meu velho amigo, nesta campanha estarei sempre contigo!”.

Son las 6:15 pm. Escuchamos un trueno. Comienza a caer una llovizna y el flash de un relámpago ilumina una cortina de miles de gotas. Los flamenguistas y los vascaínos dejan de cantar sus himnos. De repente un viento de torbellino empuja la lluvia por las graderías en todas direcciones. Las mujeres gritan, los hombres maldicen y los niños corren para quedar bajo techo. A mi lado, un joven moreno, dice empapado bajo el aguacero: “¡Parece que va a llover!”. Y varios de sus amigos sueltan una carcajada.

El Maracaná es un teatro que construye sueños o los deja en ruinas. “El paisaje de una construcción y de unas ruinas es muy parecido”, me dijo un profesor brasileño de literatura. Una leyenda cuenta que en 1950, cuando se realizó en Brasil la Copa del Mundo, las autoridades brasileñas inauguraron el estadio Maracaná prometiendo que pintarían al coloso con los colores del equipo que ganara el mundial de aquel año. Todos esperaban que Brasil, el país sede y el máximo favorito, ganaría aquella Copa del Mundo. Era casi un hecho: el estadio sería pintado de blanco, el color del uniforme que en aquel entonces usaba la selección de Brasil. Pero sucedió lo inesperado. Uruguay ganó 2 a 1. Uruguay, campeón del mundo… En la historia del fútbol esa tragedia brasileña es conocida como “el Maracanazo”. El equipo de Brasil nunca más volvió a usar una camiseta blanca y, desde entonces, las sillas del primer nivel del Maracaná son del color de Uruguay, celestes.






“Alô agua, alô coca-cola” (Aquí agua, aquí coca-cola), pasa pregonando un vendedor de refrescos. Los vendedores ofrecen agua, gaseosas, maní y unas rosquillas de pan conocidas como “biscoito de polvilho”. En las graderías superiores, conocidas como “arquibancadas”, las hinchadas agitan banderas, saltan, cantan y queman fuegos artificiales. 6:50 pm. Sigue lloviendo, cae un diluvio. Los equipos saltan a la cancha. El estadio está vivo, late, grita y silba.

-“¡Equipillo!” (timinho!), le grita un flamenguista al equipo vascaíno.
Son las 7 en punto. Comienza el partido. En el Vasco las estrellas son Dodó y Carlos Alberto. En el Flamengo hay dos artilleros famosos, el “emperador” Adriano y Vágner Love. Esa dupla de delanteros es conocida como “el imperio del amor”. Comienzan los gritos y los insultos contra jugadores vascaínos y flamenguistas. “Porra!”, “caralho!”, “a puta que o pariú!”… (“semen”, “pene”, “la puta que lo parió”).

La palabra Maracaná es una metáfora, quien la pronuncia sabe que está hablando de fútbol. Pero en realidad es una metonimia olvidada, “maracanã” es el nombre de un tipo de papagayo y antiguamente en las tierras donde hoy está el estadio abundaban los papagayos “maracanã”.

“Senta aí!” (¡siéntense!), gritan los aficionados de las filas traseras, cuando los de las filas delanteras se ponen de pie para ver mejor. “Senta aí!”, se repiten los gritos de atrás. “Senta aí!”.

Está jugando mejor el Vasco, el equipo de la cruz de Malta. A mi izquierda hay un hombre barbudo, solitario, e pelo veteado, de barriga rotunda. “¡Le está lloviendo al Flamengo!”, dice entre dientes. Tiene una marca de vacuna en su brazo derecho, viste anteojos de pasta negra. Parece un buda. Viste un sombrero y una camiseta del Vasco da Gama. No se mueve, parece muerto, pero sus ojos no paran de moverse… “¡Penalti!”.

Penalti a favor del Vasco. El buda vascaíno de mi izquierda se come las uñas. A mi derecha Bruno, mi amigo flamenguista, me dice: “Bruno lo va a parar”. El árbitro coloca el balón en el punto de los once pasos. Dodó, el delantero vascaíno, se alista para chutar. Sólo se escuchan las gotas de lluvia. El buda exhala un pequeño gemido. “Eeehhhh!”, estallan en alegría los flamenguistas. Bruno paró el penal.

“Viu, viu?” (¿Viste, viste?), me dice Bruno extasiado, salta con el puño en alto y le da un beso al escudo de su camisa rojinegra. Y yo, que soy del Botafogo, viendo a los flamenguistas tan contentos, me digo para mis adentros: “Estos flamenguistas tienen una suerte…”. Minutos después el Vasco tendría otro penal y de nuevo Dodó lo patearía y lo fallaría.

Bruno es mi amigo flamenguista. Es un ingeniero de Minas Gerais. Y cumple al máximo el estereotipo de la gente de su tierra, los mineiros: callado, discreto y serio, pero al mismo tiempo astuto y alegre. Es metódico, bisnieto de italianos y buen bebedor de cachaça. “Me hice flamenguista después de ver jugar a Zico”, me confesó un día. “Zico, el gallito de Quintino, ¡era un show!”. A sus 32 años, André usa gafas de miope, es fanático de la música y la calvicie comienza a arañarle los pensamientos. En casa creció bajo los azotes de un padre alcohólico. A los 21 años se cansó de los golpes de la vida, tomó una mochila y se presentó delante de sus padres. “Me voy”, les dijo. Y se fue para Bahía, la región brasileña de herencia africana. Sin dinero logró llegar de aventón hasta el sertón de Brasil, en el paisaje desértico del noreste del país, donde vivió año y medio alfabetizando a niños y adultos campesinos.

“Gooooollll!”, gritan miles de flamenguistas en el Maracaná. Adriano. El emperador Adriano acaba de marcar un gol. De nuevo estallan los fuegos artificiales. Marcador final: Flamengo 1, Vasco da Gama 0. El Maracaná comienza a vaciarse, pero de nuevo repetirá el rito en pocos días. En el 2014 será un epicentro mundial de emociones cuando se juegue la final de la Copa del Mundo del 2016 y cuando sea la sede principal de las Olimpíadas del 2016. Aquella noche ganó el Flamengo y la mitad de Brasil durmió con la felicidad dibujada en los labios. FIN.

3 comentarios:

  1. Felicidades por tu blog...suerte con todo!!!

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  2. Hola, la única cosa seria que el género para la música más conocida de mi Brasil es masculino: el samba, mientras la zamba es argentina. Chau

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  3. Hemos leído un artículo publicado por Ud. "Néfer Muñoz" en El Espectador, (Períodico colombiano), sobre la vida periodística del nobel García Márquez. Sabemos que adelanta una investigación al respecto.
    Nosotros, los editores de www.ellibrototal.com deseamos regalarle un libro virtual de nuestra biblioteca: "UN RAMO DE NOMEOLVIDES, GARCÍA MARQUEZ EN EL UNIVERSAL". de Gustavo Arango, quien con este libro adelantó parte de la investigación a la que Ud. se está dedicando.
    Esperamos que le sea útil nuestra biblioteca y si le es posible puede comunicarse con nosotros sonia1846@hotmail.com
    Atte, -Sonia C. -Guillermo P. y Freny C.

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