viernes, 4 de diciembre de 2009

El tranvía de Santa Teresa / O bonde de Santa Teresa / Santa Teresa Tram



El centro de Río de Janeiro a la una de la tarde es un panal de abejas. Es la hora del almuerzo. Miles de voces inundan la Avenida Rio Branco, la Rua Uruguaiana y la Praça XV. Es un día de cielo celeste y de sol absoluto. “Por favor, ¿el bonde para Santa Teresa?”, le pregunto a un vendedor de periódicos. “Siga directo por esa calle”, me contesta mientras vende un diario O Globo. Las voces se mezclan y se confunden, son blancas, negras, asiáticas, pero sobre todo, mestizas: “Tudo bem?”, “Calor de inferno!”, “Uma cerveja?”. Huele a comida, a arroz, a frijoles, a carne, también huele a sudor. El río gente me traga y me dejo llevar por la corriente que fluye por la calle Senador Dantas. Al final veo la estación del tranvía. “¡Por fin!”. Y entonces, trabajosamente, salgo de la marea de brazos y subo las escaleras.
Estoy en uno de los lugares que siempre he querido visitar: el tranvía de Santa Teresa.
En portugués, tranvía se dice “bonde” (se pronuncia “bonyi”). El bonde de Santa Teresa es el único tranvía activo que sigue operando en una ciudad grande de Brasil y en toda Sudamérica. El “bondinho”, como lo llaman los cariocas, comenzó a funcionar con electricidad en 1896 y hasta hoy es una de las grandes atracciones de Brasil. Viaja desde el centro de Río hasta las alturas de un cerro (morro), muy cerca del Cristo Redentor. Dicen que el célebre poeta Manuel Bandeira solía viajar en el bonde, vestido formalmente con terno y corbata. Y me lo imagino, tuberculoso y octogenario, diciéndose a sí mismo: “Vou-me embora pra Pasárgada”.
“¿Cuánto cuesta el pasaje?”, pregunto en la fila. “60 centavos de real” (es decir, 35 centavos de dólar).
Se oye un estruendo en los rieles: llegó el bonde. Operan dos bondes al mismo tiempo, uno sube y el otro baja. El bonge es amarillo y sólo tiene un vagón anciano. No tiene puertas. Adentro está amueblado con el lujo de ocho pobres bancas de madera, crujientes y cansadas.




“¿No tiene miedo a las alturas?”, me pregunta una joven a mi lado. “Espero que no”, le digo. Es una joven brasileña, del norte, me dice, de Pará. Es una estudiante de farmacia. Me cuenta que va a Santa Teresa a estudiar con una amiga porque mañana tiene un examen.
El bonde está atestado de locales y de turistas. Hay personas sentadas, de pie y también hay otros que se arriesgan y están colgados en los estribos. “¿No es peligroso?”, le pregunto a la farmacéutica en potencia. Y ella me contesta moviendo la cabeza, con duda.
En el vagón hay una babelia de nacionalidades. “Andiamo, andiamo!”, gritan unos italianos de Sicilia sentados al fondo. “C´est super!”, dice un francés a mi lado. “Vambora!”, dice un brasileño con impaciencia. Y atrás de mí escucho un seseo en español: “¡Qué tal, voy a tomar unas fotos!”, inconfundible, es una voz colombiana.
El tren arranca y da pequeños saltos, como si tuviera hipo. Sube por un paisaje verde y vemos un cono gris: la catedral de Río. Luego el tranvía pasa sobre un antiguo acueducto, los famosos Arcos de Lapa, y sentimos vértigo, abajo está el barrio bohemio de la ciudad, donde noche a noche se beben mares de cerveza y de cachaça. Vemos la calle Mem de Sá y a lo lejos el bar “Carioca da Gema”, el epicentro de las noches de samba frenética. Y escucho una voz que dice: “¿Por qué usted es tan chiquitilla?” Y otra le responde: “No soy”… Entonces pienso en São Paulo y en un apartamento de Cambridge: 393 Broadway.




Santa Teresa es un barrio emblemático de Río de Janeiro. Allí viven muchos artistas e intelectuales. El bonde sube jadeando por una calle estrecha de adoquines (cobblestones), la arquitectura es colonial, hay muros tapizados de hiedra y, de repente, una balaustrada con el fondo espectacular de la Bahía de Guanabara. Muchas de las casas de Santa Teresa fueron construídas en el siglo XVIII y parece que aquí el tiempo quedó petrificado.
Comienzo a hablar con el conductor del bonde, el maquinista. “Motorneiro”, me dice. Maquinista en portugués se dice “motorneiro”. Se llama Nelson Correia, tiene 57 años y 13 años conduciendo el tranvía más famoso de Brasil. El motorneiro es un hombre robusto, simpático y su cabeza está poblada por la calvicie. Por conducir el bonde durante siete horas diarias gana 550 reales al mes (315 dólares). “Este es un trabajo muy peligroso”, me cuenta. Porque es un vagón abierto y las personas se pueden caer. “Hay que tener mucho cuidado con los niños”, me dice. A pesar de que todos los días fatiga kilómetros de distancia y conoce a personas de todos los continentes, Nelson nunca en su vida ha salido de Río de Janeiro. “Mi mundo es Río, no conozco otro lugar”. Por eso quiere salir de esa frontera y me confiesa su meta: “Cuando me jubile quiero conocer todos los estados de Brasil”. Hace una pausa y agrega: “Y quién sabe… tal vez Europa”. Luego hablamos de gustos y de disgustos. Me dice que lo que más detesta es la gente “preconceituosa”, es decir, las personas que juzgan a los otros, que discriminan y que se dejan llevar por estereotipos. Casi hemos llegado. Entonces le pregunto a Nelson si podría sonar la campana del tranvía. Me sonríe poderosamente. Extiende la mano derecha, hala un cordel azul y, en ese momento, se oye la música del bonde.


2 comentarios:

  1. Gracias Nefer por llevarme de la mano de tu escritura a conocer las bellezas de Brasil, de verdad esta entrada me hizo transportarme....
    Evelyn

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  2. Aunque estuve en Rio en julio pasado, no tuve la oportunidad de montarme en el bonde...pero al leer estas líneas sentí como si lo hubiera hecho. Deberías escribir un libro con tus experiencias en Brasil...escribes súper lindo! Parabens!! Continua aproveitando da vida maravilhosa no Brasil :)

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