lunes, 16 de noviembre de 2009

El apagón / The Blackout / O apagão


En un día inesperado, Río de Janeiro, una de las ciudades más visuales y sensoriales del mundo, quedó totalmente a ciegas.
“¡Se fue la luz!”, dijo Aidan.
Cinthya se levantó del sofá, caminó a tientas hasta la ventana y nos informó: “En la favela sí hay luz”.
Martes 10 de noviembre. El reloj marcaba las 10:13 de la noche. Yo estaba en Botafogo, un antiguo barrio aristocrático carioca del siglo XIX, que cayó al escalón de la clase media y hoy está erizado de palacetes olvidados, jardines de oasis y paredes leprosas al frente de una bahía y un cerro de piedra espectacular, conocido mundialmente en las guías turísticas y en las tarjetas postales como el Pan de Azúcar.
Acabábamos de cenar. La temperatura estaba por encima de los 35 grados centígrados y había una humedad infernal.
Una cortina de oscuridad estaba cubriendo a Río de Janeiro, Sao Paulo, Brasilia, Belo Horizonte y otras ciudades. Más de 60 millones de brasileños, tan apegados a la luz, a los colores, a la música, a las sensaciones visuales, estaban, de repente, irremediablemente ciegos.
“¿Esto es común?”, les pregunté.
“Es la primera vez que pasa desde que estoy en Río”, me dijo Aidan, mi amiga pelirroja y vegetariana, una muchacha tan bondadosa y humilde, que nadie pensaría que ella es la bisnieta de Bertrand Russell.
“Ya no hay luz en la favela”, agregó Cinthya desde la ventana. Estábamos en tinieblas, la única luz que teníamos parpadeaba débilmente en las pantallas de dos laptops. El ventilador del techo no rodaba, el aire acondicionado, muerto.
A lo largo de Río de Janeiro miles de personas habían quedado atrapadas en elevadores o habían decidido recluirse en sus casas. El metro paró de súbito y racimos de gente se abalanzaba por las líneas del tren para poder salir a la superficie. Algunos usaban velas, otros abrían sus celulares para poder ver algo con las diminutas luces de las pantallas. En la estación de buses, la Rodoviaria, miles de viajeros tendían sus mochilas para pasar ahí la noche.




“Esto está horrible, peligrosísimo”, me dijo un taxista de pelo blanco cuando abordé su carro para volver a casa. El taxi serpenteaba lentamente penetrando calles negrísimas y selváticas, pasando por canales y callejuelas de Humaitá y el Jardín Botánico. En la radio, el taxista y yo escuchábamos a un narrador de voz alarmada que hablaba de algunos saqueos, asaltos y violencia desperdigada por todo el país.
“¿Cuánto es?”, le pregunté.
“Quince reales”. Le pagué al taxista y comencé a caminar por la Calle Días Ferreira, una de las vías más exclusivas de Río de Janeiro, frecuentada por artistas de telenovela. Muchos de los restaurantes tenían velitas en sus mesas y seguían sirviendo cerveza y vino. En eso, escuché la voz apocalíptica de un hombre humilde: “El apagón no es sólo en Río de Janeiro… ¡es en el mundo entero!”. Algunos de sus amigos rieron a carcajadas.
Por fin llegué a mi casa. Adentro había un silencio multiplicado. El calor era insoportable y me vi ante un dilema: si dejaba la ventana cerrada me asfixiaba, si abría la ventana me comían los mosquitos… al final decidí por abrir la ventana.
Le di un vistazo al paisaje negro y se me vinieron a la mente dos palabras: “psiu” y “chiquitilla”. El apagón, el calor y la oscuridad me trajeron como flashback lo bien que dormía en mi cama de Cambridge, en una cama que yo llamaba “meu cantinho”.
El apagón me recordó una pieza musical, la famosa sonata 4’33’’ de John Cage. En esa sonata el pianista se sienta frente al teclado y queda en silencio durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. Absolutamente en silencio. El pianista no toca ni una sola tecla. En su momento fue un escándalo, pero lo que John Cage quería decir con su sonata muda es que la música no está en el escenario, está en nosotros mismos, en nuestros latidos, en nuestra respiración, en nuestro parpadear. A veces necesitamos de apagones en nuestras vidas para aprender a escuchar al silencio, para aprender a escucharnos a nosotros mismos y saber lo que queremos en la vida. La luz en Río de Janeiro volvió a las dos de la mañana.


2 comentarios:

  1. Que interesante, Nefer - me ha gustado tu historia aunque me imagino que no fue nada agradable. Te recuerdo que sufrimos un apagon en NYC durante tres dias en el verano de 2003 ... lo impresionante fue que nadie se volvio loco, todo era tranquilo y civico. Pues, asi son los neoyorquinos de vez en cuanto.

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  2. Qué lindo post, me gustó mucho, especialmente la parte de que todos necesitamos apagones de vez en cuando :)

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